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¡Ójala fuera tan fácil! Ir al ultramarinos de la esquina (no sé si quedan muchos ya) y pedir confianza en gramos o kilos. Dependiendo de la necesidad de uno, al gusto del consumidor. Sería estupendo llegar a casa y condimentar la comida con un buen puñado de confianza, devorar el plato en cuestión y volver a sentir, al principio en un leve cosquilleo y a raudales después, como la seguridad en la vida va llegando a cada rinconcito del cuerpo y del alma. Sería perfecto inspirar fuerte entonces, abrir la ventana y gritar: ¡qué bello es vivir!
Mira que sería fácil la cosa. Pero, desgraciadamente, la ciencia todavía no ha investigado como capturar, enfrascar y distribuir la confianza. En fin.
Se me ha puesto estrechita la vida últimamente. Aprieta, y es inevitable que una tire del por qué, del cómo, del cuándo…y se devane los sesos intentando buscar respuestas racionales a cuestiones que no lo son tanto. La vida nos sucede. Nos ocurre y vamos transitando lo que nos trae y es duro cuando no nos gusta.
Lo de devanarse los sesos no es útil. Una termina en divagaciones y listas interminables de pros y contras. Se busca construir un discurso mental sobre lo que ha pasado y lo que no, sobre lo que podía haber sido. Al final es una distracción en la que meterse para dejar de sentir el dolor que ha provocado el revés. Mejor andar entretenida por ahí. El problema es que se corre el riesgo de quedarse pegado en esas divagaciones, como si fueran una tela de araña, y sin saber muy bien qué coño ha pasado.
Hay que meterse en la historia. Y dejar que aparezca todo a lo que tememos: las montañas rusas de emociones, los miedos, las frustraciones. Hay que abrirles la puerta a todos e invitarles a pasar a casa. Aunque no seamos conscientes ya estaban dentro, solo que ahora son más visibles. No vale pasar de puntillas, lo suyo es tirarse (ya sea de cabeza o a poquitos) a la piscina y bucear la historia. Hay que lamerse las heridas y ver para qué ha pasado. No por qué.
Cada cosa que ocurre, aunque nos abra las carnes, trae algo para aprender. Nos desvela una parte de nosotros que quizá no queríamos ver. Nos muestra. Zambullirse cuesta, y lo dicho, no hay que hacerlo de golpe, pero atravesar ese dolor o ese miedo, traerá un regalo. Siempre lo hace.
Yo ando buceándome. Inmersa en mí. Y cada día es una aventura. Es como un camino en el que van apareciendo personajes: un día te cruzas con el señor miedo, al día siguiente coincides con la señora ira. Hoy, por ejemplo, llegó la tristeza. Te cruzas con ellos y, lo suyo, es mirarlos, incluso abrazarlos.
Llegan ellos. Pero también van llegando la información, las piezas del puzle y las certezas.
Cuesta no engancharse en el mecagüenlaleche y en la idea de que somos mercancía defectuosa, que hemos llegado a este mundo con algún tipo de tara. Cuesta. Y hay días que irremediablemente vamos a fustigarnos. El reto es no engancharnos muchos ahí y atravesar la historia recogiendo lo que nos venía a contar.
El revés te deja tocada. Se tambalea la estructura. Cambian las referencias y las reglas del juego. Toca reubicarse y toca confiar en la vida. Y quizá esto sea de lo más difícil en toda la historia. Confiar. Saberse mecida y cuidada. Comprender más allá de nuestro obligo. Aceptar lo que ha llegado. Volver a salir al mundo con una abierta sonrisa.
Todavía no venden confianza en el ultramarinos de la esquina. Pregunté el otro día y me miraron raro.
Será que anda dentro de mí. En algún cajoncito en el que todavía no he mirado. Pero estoy segura de que si sigo caminando, además del señor miedo o de doña tristeza, un día de estos me voy a cruzar con ella. Seguro que llega.