¡ Viva el compromiso!

 

Photo credit: Iñaki Irisarri!!! via Foter.com / CC BY-NC-SA

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Hoy quiero invitaros a hacer un experimento. Se trata de acudir a una sala abarrotada de gente joven (y algún que otro talludito) y gritar: ¡Viva el compromiso!

En menos que canta un gallo el espacio en cuestión estará vacío. Desierto. Nadie. Bueno, exagero, quizá alguno/alguna se quede, pero serán los menos.

La palabra compromiso en nuestra sociedad causa urticaria, sarpullidos y puede llegar a ser más efectiva que gritar ¡bomba! en caso de querer evacuar un garito. Sobe todo entre la gente joven, aunque no solo.

Lo cierto es que la Real Academia de la Lengua no lo pone fácil. En su tercera acepción habla de dificultad o empeño, aunque de las acepciones que huye gran parte de la sociedad son la primera y  la segunda: ‘obligación contraída’, ‘palabra dada’.

Tengo que reconocer que durante años yo también hubiera salido corriendo. Me incluía en el grupo de quienes solo mentar la bicha ponía tierra de por medio rápido. Y sin embargo, me acabo de caer del guindo.

Sucede a veces cuando uno/una está en esto de hacer de ‘Dora la exploradora’ del alma. De pronto ves con nitidez algo que antes no veías. Se da la vuelta a la tortilla, cambian las tornas, se hace la luz. Utilizad la expresión que os dé la gana. El caso es que uno se da cuenta de algo que tenía arraigado, véase una creencia o una manera de actuar de la que no era consciente. Estos momentos de lucidez vienen acompañados de un: ¡ajá! Y la cara de sorpresa te dura unos días.

Bueno, pues eso es lo que me ha pasado a mí con el compromiso.

Tenía yo la errónea idea de que comprometerse es perder libertad. Busco y rebusco en el diccionario y no encuentro ninguna acepción en la que se hable de esto. A lo sumo, encuentro una definición en la que se habla de hacer concesiones para acordar algo. No me parece muy dramático teniendo en cuenta que la vida, no es más que miles de instantes acordados entre partes en las que hay que dar pasos hacia adelante para llegar a puntos de encuentro.

No quiero entrar en una disquisición semántica sobre el término compromiso, sino más bien, contaros mi caída del guindo (que me voy por los cerros de Úbeda). En mi caso, y creo que le puede pasar a más de uno, comprometerme significaba perder libertad, cotas de acción; implicaba renuncia. Vamos, no era el término más atractivo desde la idea, claro, que yo tenía.

Pero algo ha ocurrido. El significado de la palabra compromiso se ha ampliado en mi foro interno. Algo ha hecho ¡click! y el término ha ganado gama, ha cogido matices.

Por de pronto, comprometerme para mí significa implicarme al cien por ciento en lo que tenga delante. Sea lo que sea. Comprometerme a hacerlo sacándole todo el jugo. Dándome. Poniéndole ganas. Ahora. En este mismo instante. Ya sea colgar la ropa o salvar al mundo de una guerra mundial. Implicarme hasta las orejas.

Sin embargo, el matiz de la palabra compromiso que me ha dejado más boquiabierta es otro, que se me antoja, además, como la quintaesencia del término en cuestión. Hablo del compromiso con uno mismo.

Creo que cuando hablamos de compromiso la cabeza rápidamente se nos va a un segunda o tercera persona. A alguien con quien adquirir ese compromiso, y sin embargo, estoy a cada segundo más convencida de que el compromiso empieza con uno mismo.

Comprometerse es respetarse. Es hacer un pacto con uno mismo para hacer lo que le gusta. Es darse la posibilidad en la vida de explorar lo que le interesa y dedicarse a ello. Es mimarse. Mimarse mucho. Es decir sí cuando se quiere decir sí y decir no cuando se quiere decir no. Es no renunciar a uno mismo. No perderse en el otro, ni disolverse como un azucarillo en el café.

Y creo que ahí comienza todo. Desde mi compromiso y respeto absoluto a mí misma, puedo comprometerme con otra persona, respetándola a su vez. No creo que la Real Academia de la Lengua revise la definición de la palabra compromiso, pero para mí, ahora, tiene un significado completamente diferente.

El profe me tiene manía

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Cuántas veces hemos pensado que el mundo conspiraba contra nosotros: “es que todo me sale mal, es que ya no sé qué hacer, es que parece que me ha mirado un tuerto”…etc, etc, etc…

Sucede, en no pocas ocasiones, que parece que el profe nos tiene manía y que el universo se ha puesto en contra de nosotros para hacernos la vida imposible.

¿Te suena, no? Vale. Vamos a hacer un ejercicio.  Lo primero, para. Cierra los ojos y siente la inmensidad del universo. Siente el sistema solar;  sus planetas y satélites girando. Sus asteroides y sus agujeros negros. Siente el cielo y sus estrellas. Siente el enorme universo, profundo, colosal, inabarcable. ¿Lo tienes? Vale.

Y ahora, te lanzo una pregunta: ¿sinceramente crees que el universo, en su enormidad, está día tras día conspirando para hacerte a ti, diminuto ser, insignificante pulguita, la vida más difícil? ¿En serio crees que hay un complot judeo- masónico para torturarte día tras día y llevarte a la máxima expresión de sufrimiento? ¿De verdad lo piensas?

Seguro. Fijo que hay reunión de asteroides para determinar las siguientes zancadillas para hacerte la vida más difícil. Seguro que estás el número uno en la lista de prioridades del Club de Bildelberg.

¡Sí hombre!, no tiene otra cosa más importante que hacer el universo que hacerte a TI la vida imposible.

Y, sin embargo, a todos nos pasa. Una o muchas veces sentimos que todo está en contra, pero  ¿qué hay detrás de esto?

Pues sencilla, y llanamente, una de las DORAS más potentes que existe: la víctima.

La víctima es la excusa perfecta para no hacernos responsables de nuestra vida. Es algo así como el perfecto pretexto para seguir culpando al mundo, al universo, al jefe, a la pareja o la vecina del quinto, de que las cosas no marchen bien.

Sencillamente es más cómodo responsabilizar al resto del mundo de que no somos felices que a nosotros mismos. Es más fácil, porque esa actitud no nos obliga a mirar dentro de nosotros las conductas que hacen que una y otra vez tropecemos con la misma piedra.

Esa piedra está ahí puesta para que aprendamos. Para nada más. Y si se repite, es porque la lección todavía no está aprendida. No es que el profe nos tenga manía, es que la vida nos está dando una y otra vez la oportunidad de aprender la lección. A pesar de que nos pongamos testarudos y tozudos, nos das infinitas posibilidades de presentarnos a la reválida ¿No es increíble?

Ese universo contra el que juramos en ocasiones por ser despiadado, nos da una y otra vez la oportunidad de aprender.

Y me podréis decir, ya, pero es que yo no quiero estar aquí. Bueno, pues quizá es lo que toca. Precisamente, lo que más nos cuesta, el sitio que más incómodo nos resulta, suele ser el que más nos catapulta en la vida, el que mayor aprendizaje encierra.

Así va el tema, ni más ni menos.

Habrá quien piense que su vida ha sido un horror. No le quito razón. Hay circunstancias que nos han pasado que son duras, es así.

Sin embargo, frente a eso, pueden adoptarse dos posturas muy claras y diferenciadas.

La primera es enrocarse en la herida. Me pongo la capa de víctima y clamo al cielo por pedorro durante el resto de mi vida. Y más aún. Utilizo la excusa de haber sido dañado como salvoconducto para hacer lo que me dé la gana, incluso para ser un tirano. Es la justificación para todo; “como me han hecho daño y estoy herido…”

La segunda es mucho más sana. Si algo doloroso ocurre, lo siento, me meto de lleno en el dolor, lo atravieso, lo transito y de pronto, cuando más insoportable parece, todo se desvanece, y el dolor es un recuerdo. Y la herida ha cerrado. Queda la cicatriz, claro, ha ocurrido, pero la herida está curada.

Y cuando se opta por la segunda opción, se aprende. Si se le pregunta al universo “para qué”, en vez de “por qué a mí”, él nos dará una respuesta. La vieja que habita en nuestro interior nos dará una respuesta.  Y entenderemos cuál era el aprendizaje.

Y entonces sí, entonces nos daremos cuenta, de que el profe, efectivamente, no nos tenía manía.

P.D: Gracias a Carmen por darme las pistas y a Mónica por poner nombre a esta post.