Si vienes…

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Si vienes, quiero que sepas, que nos hallarás a todas.

A la maga la encontrarás conjurando al viento, susurrando palabras que, trasformadas en mil colores, penetrarán en el corazón de las personas, en la savia de los árboles, en las raíces de las plantas.

Si vienes, has de saber, que encontrarás a la miedosa acurrucada en una esquinita, haciendo cábalas sobre el mundo y sus riesgos, sobre las posibilidades de resultar herida si emprende este o aquel camino.

Si llegas, he de decirte, que verás a la mujer que baila al mundo girando sobre ella misma con los brazos alzados al sol mientras es mecida por los cantos de los pájaros y los sonidos del bosque.

Verás también, si llegas, a la mujer forjada en mil batallas. Verás sus heridas y cicatrices. Su cara manchada de barro y su mano, aún, blandiendo una espada.

Si vienes, sería bonito que supieras, que encontrarás a la niña. Su cara de traviesa te mirará mientras se esconde tras una planta de tomates del huerto. A ratos, la niña también llora y necesita ser mecida para sentirse reconfortada.

Si vienes, debes saber, que encontrarás a la mujer que goza de su cuerpo. Es aquella que está aprendiendo el mapa de sus gozos y que sabe desvelarse en susurros mientras sus manos juguetean entre los pliegues de su cuerpo. Ella tiene un amante interior que le provoca espasmos y le hace elevarse a los cielos.

Cuando alcances, quiero que sepas, que encontrarás a la mujer vestida de hombre. Salió al mundo así porque pensaba que era la única manera de hacerse respetar. Ella tiene dirección y mando. Ella sabe qué y cómo lo quiere.

Si vienes, quiero desvelarte, que hallarás a una mujer vulnerable y frágil. Lo impregna todo de una inmensa ternura. A ratos, pareciera, que va a quebrarse en mil pedazos.

Es probable, cuando vengas, que encuentres a una mujer suspendida de un árbol. Viste de mil colores y siempre lleva una libreta y un boli en la mano. Es la fabulista soñadora. Le cuesta tocar la tierra y de su corazón y su puño nacen historias y cuentos a raudales. No puede parar de escribir.

Cuando estés llegando, al borde del camino, hallarás a una mujer vieja sentada sobre una piedra mientras sostiene la tierra con su bastón. Su cara está surcada por arrugas y vivencias. Ella sabe y siempre susurra al oído consejos en forma de caricias.

Si llegas, y depende de cómo esté la luna, hallarás a la doncella, a la madre, a la hechicera o a la bruja. Son la misma y son distintas partes de una misma mujer. Cada una atesora fortalezas y virtudes diferentes.

Si llegas, si algún día decides tocar mi corazón, las irás descubriendo a todas ellas y a muchas más, porque contengo multitudes. Cientos de niñas y ancianas, adolescentes y mujeres habitan en mí.

Detrás de la puta estaba la Diosa

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Zorra, puta, ramera, liguera de cascos, fresca, buscona, furcia, golfa, fulana. La lista es larga y me atrevería a decir que toda persona con coño en la entrepierna ha tenido que ‘recibir’ el impacto de estas palabras alguna vez en su vida. O muchas. Sólo por ser mujer y querer explorar su sexualidad. En ocasiones, solo por ser mujer.

Son palabras que han sido vertidas con intención de dañar, de cohibir, de poner límites a un poderoso tesoro que guardamos en nuestro vientre: la increíble energía creativa y femenina que tenemos las mujeres. Un recurso tan poderoso y precioso que a esta sociedad le da miedo. Empezando, en ocasiones, por nosotras mismas.

Así que, ya se ha encargado el Señor Sistema, de habilitar todos los mecanismos necesarios para que la caja no sea abierta y el misterio revelado. Mejor que no se empoderen y se queden chiquitas, agazapadas, con sus úteros y sus vaginas contraídas, muertas de miedo de ser lo que son. Atemorizadas. Mejor.

Hoy me he descubierto franqueando el muro que en mí habían construido todas esas palabras durante mi vida. No era consciente de que estaba, ni de que existía. Sí tenía algún recuerdo, de cuando era joven y empezaban a llegar los primeros ligues, de haber sido diana para el dardo, muchas veces, desgraciadamente, lanzado por otras mujeres.

¿Qué nos estamos haciendo, compañeras?

Y, sin embargo, el mayor problema no ha sido que alguien vociferara cualquiera de esas palabras, no, el mayor problema es que yo quedé impregnada de ellas, las hice mías y contraje mi útero y levante un enorme muro que me impedía acceder a una parte bella y herida de mi misma. Una parte a la que le colgué el cartel de puta y que entrañaba toda la sabiduría de un cuerpo que se expresa como es, de una mujer plena y gozosa. De una Diosa.

He encontrado a mi puta a través de una enorme herida en el alma, creada con todas esas palabras y lo que soportan: el terrible miedo que tenemos a una parte de nosotras mismas; nuestra sexualidad. SEXUALIDAD en mayúsculas (no se vayan a los genitales, que estamos hablando de algo mucho más amplio; hablamos de vida misma).

En una sociedad que se relaciona de manera enfermiza con su sexualidad las mujeres nos hemos comido el sapo terrible de disociarnos de una de las partes más bellas que tenemos. Hemos optado, en muchos casos y de una manera inconsciente, por vivir de espaldas a una de las partes más increíbles de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Y ese miedo que inoculan las palabras, se ha colado como un veneno en las capas más profundas de la piel para que no expandamos nuestro ser.

Hoy he visto a mi puta y la ha abrazado. Y, mientras ella lloraba, le he susurrado al oído que no se lo crea, que no haga caso de los comentarios, ni de las palabras. Le he dicho que no recoja el veneno y, sobre todo, que no se de asco a ella misma por querer investigar las posibilidades que le da su cuerpo y el intenso latido que tiene su útero, repletito de pura creatividad.

Ella se ha desvestido; se ha quitado la falda corta y las medias de rejilla y una vez vestida de hermosa desnudez, de un cuerpo que nos dieron para que nos desarrollásemos en plenitud, se ha puesto una blanca túnica y ha empezado a brillar, como una Diosa. La que cada una y cada uno de nosotros llevamos dentro.

Eso a lo que llamaseis puta y yo me creí, era la llave a una hermosa mujer que conoce el cuerpo que habita. Conoce su casa y su templo. Toda una Diosa.

Los ovocitos de la abuela

Congerdesing

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Se llama Agustina. Tiene 93 años y es mi abuela.

Si alguien, al pensarla, tiene en la cabeza la imagen de una cariñosa abuelita que hace galletas con canela los domingos,  que vaya reseteando. Mi abuela no es así. Es terca como una mula. Cabezona y mandona. Es, digamos, una abuela con carácter. Y yo la adoro.

Estos días ha estado en el hospital. Ha tenido un problema en las tripas (así lo dice ella), y aunque parece que no era nada grave, a los 93 años una ya está más cerca de llegar a la última estación, así que, la verdad, me he asustado.

Ahí ha estado, en el hospital. O no. Porque no sé si será por los medicamentos, o por puro aburrimiento, pero a mi abuela le ha dado por afincarse espacialmente en el pueblo y no había manera de que entendiera que está en la ciudad, en una habitación de hospital. En la cama.

Así que se pasa los días diciéndonos que bajemos al piso de abajo de la casa, que subamos unos chorizos para “esa pobre gente” (los vecinos de habitación), que llevan todo el día sin probar bocado. A mí, personalmente, me ha mandado a por vino varias veces, me ha dicho que baje al piso de abajo a ver si ha llegado la tía Ascensión (que lleva ya unos añitos transitando por el otro barrio), que baje a Santo Domingo a por unos corderos para asar y que compre unos pastelitos de postre…En fin, que si le llego a hacer caso, hemos dado de comer este domingo a toda la planta sexta del hospital.

Viaja ella en el tiempo, sin máquina ni nada, y te cuenta una y otra vez como el novio de la Candelas le metía fichas y como ella le decía: “otra mejor que la Candelas no vas a encontrar”. “Menos mal que me hizo caso”, me cuenta. Debía ser un hombre poco desenvuelto.

Cuenta también cómo de niña repartía leche por las calles de Logroño; cómo la aguaba, cogiendo agua de una fuente con cabezas de leones, y cómo, con lo que sacaba de más, se compraba un cucurucho de caracolillos. “¡Qué eran otros tiempos!”, me dice, y “no había perras”

Y cuenta cómo llegó la guerra y cómo en un año se murieron las 19 vacas que tenía su padre y cómo se fueron al pueblo a doblar lomo para sacarse las habichuelas.

Y mientras cuenta y cuenta, con una verborrea incombustible, entra un celador para ayudarme a ponerla en la silla: “¿Tú no serás el hijo del Lechugas?”- le pregunta. ¡Abuela, qué estamos en el Hospital!- le digo- pero ella prefiere seguir de viaje. Es más divertido.

No le gusta la comida del Hospital. “No le ponen ni sal ni ná”, me dice.

Así que cuando intento que se la coma, para que le quiten el suero, me suelta: “¡Tú mandas mucho! Y le replico :“¿A quién habré salido abuela?.

Porque sí, es cierto. Ella tiene carácter. Yo también. Mucho.

Así que miro hacia arriba. Hacia mi linaje de mujeres. En línea recta. Y me cuentan de mi bisabuela que era una buena mujer. Muy apañada y cariñosa. Y veo a mi madre, que ha luchado como una jabata por sus hijos. Que tiene risa contagiosa. Que, a ratos, cuando ha dicho algo ‘inconveniente’, sigue poniendo cara de pilla. Y yo me la imagino con 5 años, con esos mismos ojillos. Y me rio.

En algo, claro, me parezco a todas ellas.

Y me entero, además, que dice la ciencia que la abuela materna es la responsable de la transmisión genética. Parece que muchos de los comportamientos y sucesos vitales provienen de ella.

Alejandro Jodorowsky dice: «La abuela materna es la clave a la hora del traspaso de información genética y de programas. Resulta que cuando ella estaba embarazada, el feto ya tiene los ovocitos formados. Uno de estos óvulos, llevará el nombre de su nieto. Así que ese óvulo lleva la información de la abuela».

Quizá, abuela, el ovocito del carácter, por no decir mala leche, me lo legaste tú.

Sea como sea. Las miro a ellas y pienso: bendito linaje el mío. Benditas mujeres. Benditos vientres los vuestros, que nos trajeron uno a uno. Que dieron continuidad a la estirpe.

Mujeres bellas. Mujeres comprometidas y fuertes. Algunas más cariñosas que otras. Otras con más carácter. Lo pudieron hacer mejor o peor, pero lo hicieron: sacaron a la camada adelante.

Hoy os quiero honrar a vosotras. A todas. Por lo que fuisteis y sois, soy. Así que, de corazón, gracias.