El antídoto de la corrupción

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Es cierto. Lo impregna todo. Como un chapapote pegajoso que se adhiere a las estructuras del sistema. Todos lo sentimos, lo vemos. Es como una roña pegada al andamiaje que sujeta toda la estructura. Lo invade, lo toca y lo va pudriendo. Cada peldaño y cada despacho. Cada recoveco. Tan solo con que una de las manzanas esté podrida, la cesta, la estructura, queda manchada.

Y cuando uno se topa con ella, y de refilón, le mancha, los dedos se quedan impregnados de una especie de chicle negro y asqueroso que es difícil de limpiar.

Ahí está la corrupción, frente a nuestros ojos.

Últimamente sale a borbotones. Una alcantarilla llena de putrefacción que se desborda. Al principio sutilmente. Aquí. Allá. Ahora como géiser que no para. Sigue saliendo y saliendo… y una se pregunta si esto no tiene fin.

Ya está viendo la luz. Haciéndose visible a nuestros ojos. La intuíamos y ahora la vemos. Uno puede pensar que ese salir a la luz es quizá suficiente para purgarla, para que se limpie, para que no vuelva a ocurrir, para que no se produzca más. Pero no. Sigue pasando y la luz no la transforma, y, sin embargo, es necesario que el sol la bañe.

Ese dedo acusador ayuda a que cada uno de nosotros evite el camino. Porque aquí no hay nada blanco o negro. Y en cada uno de nosotros (por muy buenicos que nos creamos) habita algo de corrupción. Aunque sea una micra. Nadie está libre.

La buena noticia es que el camino se elige. Se elige transitar por la vida sin mancharse las manos. Se elige corromperse y ser corrompido. Se elige corromper al otro. Lo elegimos todos, cada día. Lo elegimos en gestos cotidianos a los que no damos importancia. Gestos, en principio, insignificantes, pequeños. Incluso en esos ellos elegimos transitar por uno u otro camino.

Corrupción o inocencia. Uno de los dos. No hay más. Y en cada gesto se apuesta por uno o por otro. Ahí sí que no hay medias tintas.

Inocencia. Ese es el antídoto. El opuesto. Inocencia como alma libre de culpa. Sin mala intención. Sin mácula. Lo que no significa que seas la abeja maya o los lunnis, ni que no te vayas a equivocar una y mil veces. Significa que tus actos están limpios. Que hay buena voluntad en ellos. Que sabes, en tu fuero interno, que está bien. No bien y mal desde lo que nos han dicho que es bueno o malo, sino desde ti. Desde lo que sabes que es ético.

En ocasiones la inocencia teme a la corrupción. Teme caer. Teme mancharse. Teme a la corrupción en sí misma. Teme mirarle a los ojos y hacerse pequeña, débil, infantil.

Ocurrirá hasta que aprendamos la fuerza de la luz. No su superioridad, sino su fuerza. La de esos ojos limpios, que miran sin miedo a ser contagiados. Que sostienen la mirada corrupta firmes, sin dureza, sin juzgar y sin saberse mejor, pero tampoco peor. Y, por supuesto, nunca más débil.

Sostener la mirada como se sostiene una opción de vida; la de quien transita el camino, desde la inocencia.