Tristeresante

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Y volvió a aparecer. Estaba agazapada entre mis palabras. Fue un mago de los cuentos, un trasmisor de mitos y emociones el que supo leerla entre  las frases que salían de mi garganta. Tiró del hilo y ella se desplegó. Una vez más.

La miro. Tristeza en ristre. Afligida y alicaída. Sintiendo que no puede y que todo va ir mal. Sintiendo la vida en contra. Sin confianza. Aferrada a la historia que ella se contó de ella misma: una historia triste y sin final feliz. La veo explotando su desdicha. Compartiéndola y buscando en los otros ojos compasión y ternura. Cuidados. Salvación quizá. Quién sabe.

Ha vuelto otra de mis DORAS. Las Doras, ya sabéis, son esas partes que me componen; esas máscaras y personajes que con tanta dedicación y esmero me he ido construyendo durante estos años. Algunas ayudas; otras ponen palos en las ruedas. Ya os había presentado algunas: la controlaDORA, la salvaDORA o la dictaDORA ¡Ay! Mi pequeña fürher.

La DORA que ha vuelto a desplegarse esta vez es la víctima. Y la siento como una boicoteaDORA.

No voy a negar que nació por algo (esa es ya otra larga historia que quizá algún día os cuente), pero cuando la víctima arraiga crea un vida en la que la queja es permanente. Una vida en la que todo cuesta el triple. Se siente como remar contracorriente todo el rato. Sé que hubo un hecho que la construyó. Un hecho remoto y lejano, pero ella ahí permanece. Se ha acostumbrado a conseguir atención y amor de ese modo. Gime y atrae las miradas. Llora y logra un abrazo.

¡Ojo! No me malinterpretéis. La vida no va no de no estar triste o de no sentir el dolor que a veces trae y que es más que recomendable transitar, sin embargo, cuando lo anecdótico o puntual se convierte en costumbre y tapa y frena otras posibilidades, entonces, ha surgido la DORA. Y salta como un resorte en las situaciones más inesperadas. Sin que una sea consciente de ello. Se convierte en una manera de hacer y conseguir.

Y hay algo muy peligroso en que la víctima se cronifique. Te hace creer que el mundo es malo, te hace dejar de confiar y, sobre todo, te hace sentir y pensar que la culpa de todos tus males la tienen los demás y la vida, que es muy perra la tía.

Llevo tiempo con ella a cuestas. Nos vemos y miramos de vez en cuando. Ya la conozco y reconozco. Y, lo dicho, ha vuelto a aparecer. Pero esta vez venía con un matiz diferente. La he sentido vacía de contenidos y argumentos.

.– ¡El mundo es malo!- clamaba. Y yo pensaba; ya no te creo.

Así que la he mirado a los ojos. Esos ojos tristes y desolados. He mirado sus hombros caídos, que dejan que la lluvia de un día de tormenta resbale por ellos. La he mirado y la he abrazado. Y le he susurrado al oído: Ey, nena, ya está. Ya pasó. Confía, que todo va a salir bien.

Confía- le digo- porque nos lo merecemos. Las dos. Porque ya toca. Y la siento temblar entre mis brazos. Vibrar frente a otras posibilidades y otro nuevo horizonte.

Quién sabe. Quizá seamos ya como una de esas viejas parejas ajadas que llevan ya tanto tiempo juntos que ni siquiera saben por qué lo están. Esas parejas que ni se tocan cuando coinciden por el pasillo. Que ya ni siquiera se molestan, pero que siguen compartiendo espacio por rutina y, creo yo también, que por miedo.

El caso es que la miro y la remiro. Haciendo aspavientos en un vaso de agua, como si fuera una tremenda tormenta la que transitara y ella estuviera en un pequeño cascarón de nuez.

La miro y la remiro y siento que toca ya separarse o fundirse. Transmutar. Así que le he lanzado un salvavidas a su vasito de cristal para que lo coja y se aferre a él. Para que poco a poco salga del vaso y se seque el pelo. Para que se vista de gala y celebre. Porque resulta que ella también estaba invitada a la fiesta de la vida y no lo sabía.

Nos toca- le susurro una última vez- gozar la fiesta. A partir de ahora la vida va a cuidarnos. ¿Te apuntas?

El otro camino

 

By Gon

 

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Tengo un primo ( podría ser un amigo, el vecino del quinto o un compañero de curro) que acaba de decidir que va a tomar ‘el otro camino’.

Y me explico. Resulta que la vida le ha puesto, como lo suele hacer a menudo, en la tesitura de tener que elegir. Debe tomar un camino. Decidir si sigue como está o da un giro. Decidir si apuesta o no. Si da un paso o se queda como está. Decidir, vamos.

Conociéndole me imagino que se habrá escurrío el cerebro hasta dejarlo agotado. Le habrá sacado todo el jugo al órgano en cuestión para intentar dilucidar cuál es el «camino correcto», el bueno, el que hace que pasado un tiempo, al mirar atrás pienses: ‘no me equivoqué’.

Sé que lo ha pasado mal. Que ha tenido días tristes. Días de jaleo y verborrea mental y de mirar mucho al techo sin poder pegar ojo. No sé si habrá hecho una de esas odiosas listas con los pros y los contras. Digo odiosas ( y que nadie se me ofenda), porque reducen toda decisión vital a una cuestión práctica, a una suerte de partida en la que hay que cuantificar quién mete más goles: si el equipo A o el equipo B. Lo deja todo en manos de los números: 19 pros y 15 contras. Adelante. Será porque soy de letras, pero me parece que la vida, y las decisiones que en ella tomamos, no pueden hacerse a peso. Una sola de las razones de la lista puede dar al atrás con las otras 34.

Mi primo ha pasado su propia travesía en el desierto. Supongo que habrá desmenuzado el asunto hasta dejarlo en los huesos. No sé cómo lo ha hecho, pero cuando le he preguntado qué va a hacer, he tenido la sensación de que ha decidido tomar el camino más fiel a él mismo. Me ha dicho que toma «el otro camino». Y siento que lo dice porque el otro, el que descarta, parece el más lógico según los parámetros sociales de esta comunidad enferma que, a ratos, es la nuestra. Ha decidido dejar la seguridad y los ingresos para apostar por la otra vía, la que seguro que no muchos le han recomendado. La que en la lista de pros y contras quizá hubiera salido perdiendo.

No sé si ha tomado el camino «correcto» o «incorrecto», porque en realidad no hay camino bueno o malo. Sólo hay camino. Y me hubiera alegrado igualmente que se decantara por la otra opción ( aunque fuera menos romántica). La cosa es que creo que ha tomado el camino que le vibra. El que siente ( y no piensa) que tiene que tomar. El que le resuena. El que reverbera. El camino que le ha dado paz. El que le ha dejado tranquilo.

Puede ser que dentro de unos  años al mirar atrás se arrepienta. O no. Estoy casi segura de que no lo hará. No sé si va a ser o no un camino fácil, no sé si le va a traer «éxitos» sociales, amorosos o vitales. Pero intuyo que es la opción que tiene que tomar. Porque al contármelo me he emocionado y un escalofrío ha recorrido mi espalda. Porque sé que a él, en algún instante de su proceso, también le sacudió esa misma sensación.

Sea como sea es un camino que le toca vivir. El que le va a ayudar a apreder y a crecer y quién sabe cuántas cosas más. No es fácil hacer lo que él ha hecho. Hay que escuchar a la vieja que habita en cada uno de nosotros, a la mujer o al hombre sabio. A esa intuición a la que casi no dejamos espacio en el día a día y que intenta pegarnos gritos de vez en cuando mientras la sepultamos entre prisas y quéhaceres que nos mantienen entretenidos y anestesiados. Hay que acallar los miedos y lidiar con ellos. Hay que confiar en uno mismo y en la vida. Hay que saltar.

No sé cómo será el camino, primo. Solo sé que has confiado en ti y ya solo por eso eres un valiente y un maestro. Te deseo que el «otro camino» te sea dichoso.