La llave dinamométrica

 

Ment by Narva

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Tengo una gran noticia que daros: ¡he encontrado la cura a todos mis males! Se acabó el sufrimiento, el dolor, los quebraderos de cabeza. Al fin, ¡felicidad!

Tantos años meditando, tanto tiempo buscando la piedra filosofal que todo lo convierte todo en oro, tanta energía gastada en consultas y en cursillos y resulta que era mucho más sencillo; solo necesitaba una herramienta.

Sí, la razón de mi esperanza no es otra que una llave, más concretamente, una llave dinamométrica.

Estoy convencida de que me va a cambiar la vida.

Os explico. Resulta que esta llave es la repera. Tiene un mecanismo por el cual cuando se alcanza el momento de torsión adecuado, ni más ni menos, ni menos ni más, la tía va y se para. No te deja seguir. Sin más. Se para y punto.

He estado investigando sobre este fantástico y asombroso mundo y resulta que hay varias modalidades. La cualidad principal y primordial es que ninguna llave dinamométrica te deja seguir. Algunas de ellas, incluso, te mandan una señal de STOP. Puede ser una señal táctil, a modo de vibración, o una señal acústica, vamos, un pitido.

Sea cual fuere el lenguaje que utilice la llave, el mensaje es claro: PARA o te vas a pasar de rosca. Así de sencillo.

Ahora que he descubierto las ventajas y las virtudes de este fabuloso hallazgo he decidido que me voy a comprar una y me la voy a poner en la cabeza. Sí, en la cabeza. Está claro para qué, ¿no? El objetivo es parar mis pensamientos.

Me sobran. Me sobran pensamientos por todas partes. Tengo para dar y regalar, para venderlos en el mercadillo. Si pongo un chiringuito me forro. Pienso demasiado. Pienso a todas horas. Desde que me levanto de buena mañana, hasta que me acuesto agotada (en parte por darle tantas vueltas al coco).

A ver, entendedme, no es que pensar en sí, sea malo, pero el “pienso, luego existo” de Descartes está sobrevalorado. Yo diría que puede ser incluso nocivo.

El problema es que la mayoría de las veces lo que pensamos no nos sirve para nada. No son pensamientos útiles, no nos van a ayudar en el día a día. No van a resolver un problema. Aunque no me atrevería a dar un porcentaje general, sí que puedo hablaros de mí, y en mi caso el 80% de los pensamientos que tengo al día son COMPLETAMENTE prescindibles.

Muchos tienen que ver con el pasado. Con lo hice o dejé de hacer. Y creo que es una dinámica generalizada, o ¿qué levante la mano el que no haya tirado alguna vez del recurrente “y  si”?

Y si hubiera dicho esto, en vez de lo otro… Y si hubiera rectificado a tiempo…Y si hubiera pedido perdón…y si…y si…y si…La cabeza como un bombo y a punto de estallar en mil pedazos y nada del día a día ha cambiado. El “y si” es una tortura y, además, es poco útil. No volverá a ser. Ya pasó. Es pasado. No tiene ningún sentido que sigamos dándole vueltas. Para lo único que es útil es para aprender y no volver a tropezar con la misma piedra.

En nuestro derroche pensativo el pasado es muy recurrente, pero el futuro no se queda atrás. Lo de proyectar constantemente también se nos da de vicio. Que si esto, que si lo otro. Que si fuera así sería feliz; que si hiciera esto sería formidable.

Pensar en el futuro mola, y es útil porque nos puede dar dirección y rumbo, pero también puede convertirse en una tortura y nos puede frustrar una y otra vez si las metas están demasiado lejos o son difíciles de alcanzar. Y eso, lo de poner metas que se nos van de madre es algo muy anclado en una sociedad que nos ha inoculado el virus “yo quiero más”  o del “yo quiero diferente”.

¿Cuántas veces hemos matado al jefe en pensamientos? ¿Cuántas hemos vuelto al pasado a ponerles los puntos sobres las íes a aquel fanfarrón? ¿Cuántas hemos estado en las islas Seychelles con nuestro décimo de la lotería guardadito a buen recaudo tomando un daiquiri bajo un cocotero?

Y mientras la vida pasa.  Y quizá mientras pensamos en aquel fanfarrón impresentable sucede delante de nuestras narices uno de esos momentos mágicos que en ocasiones nos regala la vida y que somos incapaces de ver porque estamos demasiado ocupados dándole vueltas al coco.

Pensar no es malo. Es maravilloso si la herramienta se utiliza bien. El problema es que no la estamos usando como debiéramos.

Si uno se toca constantemente la oreja sin que le pique o sin que haya necesidad para ello, decimos que es un tic, pero ¿qué pasa cuando uno tiene pensamientos que se repiten una y otra vez y no nos llevan a otro sitio que no sea un callejón sin salida?

Tenemos muchos tics mentales. Pensamientos que se repiten día tras día y que nos comen mucha energía y tiempo. Pensamientos que nos tienen distraídos mientras la vida pasa por delante de unos ojos que están en otro sitio, saltando entre un pasado que no se puede cambiar y un futuro en ocasiones imposible de alcanzar.

Y mientras pasa la vida.

Yo me planto. Voy a hacer caso a mi padre, que dice que pienso mucho y que fue quien me recomendó la llave dinamométrica. Mañana mismito me compro una, me la pongo en la cabeza y echo el ancla al presente.

P.D: Si alguno más se apunta, que me lo diga, que igual con una pedido grande nos hacen descuento.

Felicidad, qué bonito nombre tienes

Una de las manías que he tenido hasta hace bien poco  (en realidad todavía se me escapa alguna vez) consiste en tocarme las tetas cuando me cruzo por la calle con dos monjas que van juntas. No recuerdo cómo ni cuándo se ancló en mí la creencia de que cuando te cruzas con dos preladas puedes pedir un deseo y éste, por arte de birlibirloque, se cumple.

Imaginaos, llevo años – quizá más de 15- pidiendo de todo: un buen mozo (como diría mi abuela), dinero, un trabajo mejor, la casita en la playa, que me toque la loto… Sin embargo, los últimos años, todos los deseos materiales y mundanos se han ido evaporando y tan sólo pido una cosa.  EL DESEO de los deseos: ser feliz.

Casi nada. Ser FELIZ. Conseguir aquello que los humanos ansiamos desde tiempos inmemoriales;  y yo, señoras y señores, se lo he pedido, nada más y nada menos, que a dos discípulas de la Santa Madre Iglesia.

Contándoos esto me expongo que penséis que me falta un hervor o un tornillo. Creer que tocándome las tetas y pidiéndoselo al universo de pronto se va a dar la vuelta a la tortilla y todo va ser de color de rosa no deja de ser un tanto absurdo.

El ejemplo es extremo, sí, pero os voy a pedir que giréis el espejo y hagáis un ejercicio de sinceridad, no conmigo, sino con vosotros mismos: ¿a qué esperáis para ser felices? ¿a quién le estáis dejando la facultad de decidir si hoy vais a sonreír por la mañana?

Porque… ¿qué es lo que hacemos normalmente los humanos? Pues delegar nuestra facultad de ser felices. Simple y llanamente. Dejarla en manos de otros.

Lo digo porque creo que todos, en mayor o menor medida esperamos que llegue “algo” que nos haga felices. Siempre esperamos que algo externo a nosotros aparezca a la vuelta de la esquina y de un vuelco a nuestras vidas;  los problemas se disipen, la luz se asome al final del túnel, los pajaritos canten

En mi caso, además de pensar que iban a ser dos monjas las que me regalaran la felicidad, también tuve una época en el que abría el buzón de casa pensando que me llegaría una carta que iba a cambiar mi vida. Sé que suena extraño, pero abría el buzón  con la expectativa de que así fuera.

¿Os imagináis?: “¡Felicidades!, ha sido usted agraciado con un pasaje a la felicidad.”

Y ya está. Abres la puerta de casa y todo va bien. No hay atascos, tu jefe se ha convertido en un ser adorable, tu pareja atiende tus necesidades, y (otra vez) los pajaritos cantan.

Sí, nos pasamos la vida esperando esa carta en forma de ascenso, media naranja, niños, un coche mejor, un viaje alrededor del mundo….Algo, alguien que nos cambie la vida.

Pero, ¿dónde quedamos nosotros en toda esta historia? Lo digo porque en esa espera, además de frustrarnos y aburrirnos, dejamos la opción de ser felices en manos de otros. Perdemos poder.

Es cómo pedirle a alguien que conduzca el coche de tu vida. Es perder las riendas.

Yo llevo años haciéndolo. Esperando. Pensando que sí, que va a llegar, porque, ¡joder! , soy buena persona y me merezco ser feliz.

Claro, claro que me lo merezco: yo y vosotros. Pero lo que no podemos esperar es que alguien llegue y nos sirva la felicidad en bandeja. Eso no va a ocurrir.

La felicidad es una decisión. Tan sencillo y complicado al mismo tiempo. Es un compromiso con uno mismo.

Y lo primero que hay que hacer para conseguirla es tomar una decisión: Yo quiero ser feliz.

Y ¡ojo! No penséis que cuando la decisión esté tomada algo mágico va a ocurrir que evite que haya más atascos, que vuestro jefe tenga malas pulgas o que llueva y  os hayáis dejado el paraguas en casa. No. Esas cosas seguirán ocurriendo, pero, sencillamente, habréis decidido ser felices.

Pero ésta es ya otra historia y se merece otro post.