La culpa de todo la tiene la vecina del quinto

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¿Quién tiene la culpa? Sin duda, el estado, que limita día tras día mis derechos y pisotea mi dignidad. La culpa la tienen los políticos de turno, que son todos unos chorizos, unos ladrones y unos farsantes. La culpa de todo la tiene este sistema implacable con los de abajo y generoso con los de arriba. Ellos tienen la culpa. Todos. Y también el abusón de clase, ese que me ponía la zancadilla en cada recreo. La culpa la tiene mamá, claro, que no me enseñó a ser libre. La culpa la tiene la vecina del quinto, que cuelga la ropa mojada para que gotee encima de mi tendedero.

La culpa, en definitiva, la tiene todo pichipata menos yo.

La tienes tú. Sí, tú que estás leyendo. Y Mariano Rajoy. El señor Bárcenas y mi panadera. Todos sois culpables, malditos, de que yo no sea feliz. Y punto.

(intensa inspiración)

Lo hago, sí, lo hago constantemente y os mentiría si os dijera que cuando no soy feliz, cuando, sencillamente, no me encuentro bien conmigo misma, culpo a todo el universo de que eso ocurra. Maldigo, blasfemo y echo bilis por la boca. Dejo que me lleven los mil demonios de paseo. Me enroco en el seránhijosdesumadre y destrozo mi hígado con rabia y rechinar de dientes.

Lo hago. Lo reconozco. No he sido imbuida por el espíritu de Buda.

Aunque he de reconoceros que sé, que en lo más hondo de mi corazón sé (a veces muy a mi pesar) que ellos no tienen la culpa y que la única responsable soy yo. Yo soy la única capaz de decidir si quiero o no quiero ser feliz. Y no hay más.

Esto me genera dos sensaciones encontradas. Por una parte la pena de no poder seguir culpando al universo de mis penurias. Es mucho más fácil culpar al otro, aunque esto tiene una contrapartida; uno nunca crece, se queda siempre en el berrinche del niño y no coge las riendas de su vida. La otra sensación, por el contrario, es la de sentir la libertad de poder incluso decidir si quiero ser feliz. Da miedo, os lo aseguro. Saberse libre para ser feliz da vértigo y aterra.

Y os voy a hacer una confidencia, así, hablando bajito para que nadie lo escuche: yo no sé si estoy preparada para ser feliz. Todavía, creo, no he decidido coger del todo ese camino.

No penséis que no hay convicción. La hay. Lo intento cada mañana, pero muchas sigo cayendo. Tropiezo y caigo. Culpo y me enojo.

Husmeando en las razones de esos tropiezos me he dado cuenta de que la razón última suelen ser mis propias limitaciones. Últimamente cada vez tengo más conciencia de ellas, de la cárcel que me he ido construyendo todos estos años con mucho mimo, decenas de prejuicios, un buen puñado de creencias y muchísimos miedos.

Es algo así como una cajita de cristal invisible al ojo humano pero que limita todos mis movimientos. Cada uno de los pasos y decisiones que tomo en la vida vienen determinados por esa amalgama de limitaciones que me componen.

Hasta ahora no era consciente de que estuvieran ahí, de que determinaran tanto cómo y hacia dónde ando, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte empiezan a ser visibles y a pesarme como una losa.

Son muchas las creencias y miedos. Y muy variopintas. Hay una buena ración de “no merezco”,  una gran parte de “no lo conseguiré”, algunas buenas dosis de “qué pensarán papá y mamá” y muchas anclas viejas, a las que ni siquiera sé ponerles nombre pero que siento tiran de mí para abajo y hacen de este viaje algo mucho más pesado de lo que debería ser. No voy a entrar en materia, ya tendremos tiempo y espacio en próximos encuentros, pero sí que quería compartir esa sensación que acabo de descubrir de sentirme atrapada en mí misma. Limitada por esos miedos y creencias. Por un personaje, que no soy yo.

Y sí, puede parecer  a priori que la culpa la tienen el estado, los políticos chorizos, el sistema, mamá o la vecina del quinto, aunque (llamadme loca), tengo la sensación de que la única responsable soy yo y lo que año tras año, y sin darme apenas cuenta, he ido interiorizando de los prejuicios, miedos y limitaciones del sistema, del estado, del capullo que me ponía la zancadilla cuando era pequeña y de la vecina del quinto.

Matar a las Doras

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Me cuenta una amiga que calza una buena ración de Miss Perfect que tiene ganas de poner a la señorita en un tren rumbo a muy lejos y perderla de vista para siempre.

Sí, es cierto que lo primero que le nace a uno de las entrañas es mandar a paseo a sus Doras y no verlas nunca más ni en pintura, pero la cosa no funciona así. Las Doras, nos guste más o menos, son parte de nosotros. Mandar a paseo a la señora sería tanto como amputarse una mano.

No se trata de matar a las Doras. Además, eso es sencillamente imposible. Cuando uno intenta ocultar, aniquilar, borrar o hacer desaparecer a su Dora, ésta, sencillamente, se hace más fuerte. Es como subir la música para no escuchar el ruido que hace el vecino. Podemos no oírlo, pero el ruido, sigue ahí. Más aún, si intentamos hacerle una aguadilla a nuestra Dora, lo más probable es que está salga del agua con más fuerza, y encima, enfadada por la jugarreta. Intentar negarla, es tanto, insisto, como hacerla más fuerte.

Además, aunque nos parezca mentira, cada una de nuestras Doras tiene un por qué, y nos ha sido muy útil en algunos momentos.

Es cierto que mi Miss Perfect puede ser un auténtico peñazo en muchas ocasiones. Me ha llegado a agotar, a llevar al límite, ha hecho que me boicotee a mí misma en muchas ocasiones y que no valore algunas de mis hazañas, pero ha sido ella, precisamente, el motor de muchas metas alcanzadas. Ha contribuido a que haga, a que no me quede esperando a que las cosas pasen. Le ha puesto ganas y mimo a algunos menesteres que he tenido entre manos. En ocasiones, mi Miss Perfect, me ha echado algo más que un capote.

Entonces ¿qué hago con mis Doras más incómodas?

Se trata, primero, de reconocerlas. Verlas es el primer paso para que no sean ellas las que lleven las riendas. Sólo con el mero hecho de coger distancia y no identificarnos plenamente con ellas, sino viendo que es una parte nuestra, la Dora, ya se modifica. Mi Miss Perfect, por ejemplo, se reblandeció sólo por el hecho de ser descubierta, algo se modificó en ella.

A las Doras les va bien que les demos espacio. Una vez detectadas, puede incluso, que a veces tengamos que dejar que cojan ellas el timón. Lo interesante, entonces, será ser conscientes de que están al mando y de que nosotros hemos dado un paso atrás. Cuando esto ocurre, como a todo en la vida, es bueno ponerle una pizca de humor: “mira, ya está la tía esta con la matraca de que puedo hacerlo mejor”, piensas, y activas el modo sonrisa. Y le dejas: “Vale, vamos a mejorar esto un poco, pero sólo un poco más”.

Y ahí va otra clave: negociar con ellas. Dejarles hacer, pero poniendo un límite, para que no nos agoten.

Poco a poco algo mágico ocurre. La petarda de la Dora en cuestión ya no es tan petarda. Le hemos mirado a los ojos y quizá hayamos reconocido cuál es su miedo, su herida, por qué, por ejemplo, necesita ser tan perfeccionista. Y empatizamos con ella. Y la miramos con más ternura. Y, voilá, algo vuelve a cambiar. La Miss Perfect ya no es tan dura, ni tan exigente.

Se siente reconocida. Vista, valorada. Y nos devuelve la sonrisa.

Y aquí llega el momento más increíble. Que uno empieza a amar a sus Doras. Y empieza a ver que no eran tan terribles. Que simplemente han intentado protegernos del mundo, de lo que ellas consideraban que era una amenaza.

Y el lado oscuro, ya no es tan oscuro. Y ya no queremos montar a nuestra Dora en un tren rumbo a Tombuctú.

 

Miss perfect

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Os la presento (a Miss Perfect, claro). Ella es alta, más bien espigada. Lleva el pelo recogido en un moño alto, jersey de cuello vuelto y falda de tubo; además de unas gafas de pasta que le caen estratégicamente hasta el puente de la nariz cuando necesita mirar a alguien por encima de la montura y asesinarlo con un rayo exterminador que sale de sus ojos.

Parece que de pequeña se tragó una escoba (o entro por alguna otra parte de su cuerpo) por lo que anda estirada como una vela y en su mano derecha tiene una fusta que usa con los demás, pero sobre todo con ella misma.

¿Os hacéis una idea, no? Un híbrido entre la Señorita Rotenmeyer y una sádica despiadada.

Sí, así es Miss Perfect y con ella convivo hace ya demasiado tiempo.

En el post anterior abrimos una caja, mi particular caja de panDORAs, y ella, es una de esas mujeres que habita en mí y que en ocasiones me hace la vida insufrible.

Miss Perfect es una perfeccionista extrema. Es esa voz que se oye en ocasiones y que dice cosas del pelo de: “esto es una mierda” o “no vales nada” o “lo puedes hacer mucho mejor”.

No hablo del espíritu de superación que nos hace seguir caminando y haciendo mejor las cosas en el día a día, no. Hablo de una tirana que jamás está satisfecha con lo que hacemos. Critica nuestro trabajo, cómo nos relacionamos con los demás, cree que tenemos que estar más guapas, ser más altas o tener los ojos más azules. Pide lo imposible y jamás, nunca, está satisfecha.

Si le das una estrella, te pedirá la luna y si no le paras los pies a tiempo, es capaz de llevarte al máximo agotamiento, de sacarte hasta la última gota de sangre para conseguir llegar a una meta imposible de alcanzar.

A mí me tiene frita la señora. En mi caso, todavía le permito sacar la fusta y mantenerme a raya muchos días, lo que hace que mi capacidad de gozar de la vida se limite. Y mucho.

Ella mantiene viva esa sensación perenne de que podíamos haberlo hecho algo mejor, de que lo que estamos dando al mundo, no es suficiente. Es como si le hubieran inoculado el virus del inconformismo para con ella misma.

No creáis que tengo mucha idea de cómo limar asperezas con la susodicha, aunque atisbo algunas pistas que creo me llevarán a buen puerto.

La primera es una sensación de que lo que en verdad esconde esta tremenda mujer es una inseguridad directamente proporcional a la severidad que se/me aplica.

Esa obsesión por mejorar no deja de esconder una falta absoluta de seguridad en sí misma, en lo que  hace y en los múltiples recursos y herramientas que tiene (que son muchas).

¿Miedo? Es probable.

Quizá miedo a no ser aceptada y querida por los demás si no hace lo que cree que se espera de ella (que es mucho, claro).

Y llegados a este punto es donde os propongo un antídoto contra vuestra Miss Perfect particular: la aceptación. La madre de todos los corderos.

Aceptarnos. Aceptarme. En toda su amplitud. Incluido, por supuesto, el lado oscuro. Aceptar mi  mala leche, mis manías, y comeduras de tarro. Aceptar mis traspiés y mis tremendas meteduras de pata, incluso la más gorda, sí, esa que sale en la cena de navidad, año tras años, y nos tiñe de rojo- berenjena los mofletes.

Aceptarme sin miedo a ser rechazada por ser como soy. Y si alguien lo hace, será probablemente una persona que no sea capaz de amar sus propios errores.¡Al cuerno! No merece la pena.

Aceptar, en definitiva (y menos mal) que no soy Miss Perfect.