Detrás de la puta estaba la Diosa

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Zorra, puta, ramera, liguera de cascos, fresca, buscona, furcia, golfa, fulana. La lista es larga y me atrevería a decir que toda persona con coño en la entrepierna ha tenido que ‘recibir’ el impacto de estas palabras alguna vez en su vida. O muchas. Sólo por ser mujer y querer explorar su sexualidad. En ocasiones, solo por ser mujer.

Son palabras que han sido vertidas con intención de dañar, de cohibir, de poner límites a un poderoso tesoro que guardamos en nuestro vientre: la increíble energía creativa y femenina que tenemos las mujeres. Un recurso tan poderoso y precioso que a esta sociedad le da miedo. Empezando, en ocasiones, por nosotras mismas.

Así que, ya se ha encargado el Señor Sistema, de habilitar todos los mecanismos necesarios para que la caja no sea abierta y el misterio revelado. Mejor que no se empoderen y se queden chiquitas, agazapadas, con sus úteros y sus vaginas contraídas, muertas de miedo de ser lo que son. Atemorizadas. Mejor.

Hoy me he descubierto franqueando el muro que en mí habían construido todas esas palabras durante mi vida. No era consciente de que estaba, ni de que existía. Sí tenía algún recuerdo, de cuando era joven y empezaban a llegar los primeros ligues, de haber sido diana para el dardo, muchas veces, desgraciadamente, lanzado por otras mujeres.

¿Qué nos estamos haciendo, compañeras?

Y, sin embargo, el mayor problema no ha sido que alguien vociferara cualquiera de esas palabras, no, el mayor problema es que yo quedé impregnada de ellas, las hice mías y contraje mi útero y levante un enorme muro que me impedía acceder a una parte bella y herida de mi misma. Una parte a la que le colgué el cartel de puta y que entrañaba toda la sabiduría de un cuerpo que se expresa como es, de una mujer plena y gozosa. De una Diosa.

He encontrado a mi puta a través de una enorme herida en el alma, creada con todas esas palabras y lo que soportan: el terrible miedo que tenemos a una parte de nosotras mismas; nuestra sexualidad. SEXUALIDAD en mayúsculas (no se vayan a los genitales, que estamos hablando de algo mucho más amplio; hablamos de vida misma).

En una sociedad que se relaciona de manera enfermiza con su sexualidad las mujeres nos hemos comido el sapo terrible de disociarnos de una de las partes más bellas que tenemos. Hemos optado, en muchos casos y de una manera inconsciente, por vivir de espaldas a una de las partes más increíbles de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Y ese miedo que inoculan las palabras, se ha colado como un veneno en las capas más profundas de la piel para que no expandamos nuestro ser.

Hoy he visto a mi puta y la ha abrazado. Y, mientras ella lloraba, le he susurrado al oído que no se lo crea, que no haga caso de los comentarios, ni de las palabras. Le he dicho que no recoja el veneno y, sobre todo, que no se de asco a ella misma por querer investigar las posibilidades que le da su cuerpo y el intenso latido que tiene su útero, repletito de pura creatividad.

Ella se ha desvestido; se ha quitado la falda corta y las medias de rejilla y una vez vestida de hermosa desnudez, de un cuerpo que nos dieron para que nos desarrollásemos en plenitud, se ha puesto una blanca túnica y ha empezado a brillar, como una Diosa. La que cada una y cada uno de nosotros llevamos dentro.

Eso a lo que llamaseis puta y yo me creí, era la llave a una hermosa mujer que conoce el cuerpo que habita. Conoce su casa y su templo. Toda una Diosa.

Felicidad, qué bonito nombre tienes

Una de las manías que he tenido hasta hace bien poco  (en realidad todavía se me escapa alguna vez) consiste en tocarme las tetas cuando me cruzo por la calle con dos monjas que van juntas. No recuerdo cómo ni cuándo se ancló en mí la creencia de que cuando te cruzas con dos preladas puedes pedir un deseo y éste, por arte de birlibirloque, se cumple.

Imaginaos, llevo años – quizá más de 15- pidiendo de todo: un buen mozo (como diría mi abuela), dinero, un trabajo mejor, la casita en la playa, que me toque la loto… Sin embargo, los últimos años, todos los deseos materiales y mundanos se han ido evaporando y tan sólo pido una cosa.  EL DESEO de los deseos: ser feliz.

Casi nada. Ser FELIZ. Conseguir aquello que los humanos ansiamos desde tiempos inmemoriales;  y yo, señoras y señores, se lo he pedido, nada más y nada menos, que a dos discípulas de la Santa Madre Iglesia.

Contándoos esto me expongo que penséis que me falta un hervor o un tornillo. Creer que tocándome las tetas y pidiéndoselo al universo de pronto se va a dar la vuelta a la tortilla y todo va ser de color de rosa no deja de ser un tanto absurdo.

El ejemplo es extremo, sí, pero os voy a pedir que giréis el espejo y hagáis un ejercicio de sinceridad, no conmigo, sino con vosotros mismos: ¿a qué esperáis para ser felices? ¿a quién le estáis dejando la facultad de decidir si hoy vais a sonreír por la mañana?

Porque… ¿qué es lo que hacemos normalmente los humanos? Pues delegar nuestra facultad de ser felices. Simple y llanamente. Dejarla en manos de otros.

Lo digo porque creo que todos, en mayor o menor medida esperamos que llegue “algo” que nos haga felices. Siempre esperamos que algo externo a nosotros aparezca a la vuelta de la esquina y de un vuelco a nuestras vidas;  los problemas se disipen, la luz se asome al final del túnel, los pajaritos canten

En mi caso, además de pensar que iban a ser dos monjas las que me regalaran la felicidad, también tuve una época en el que abría el buzón de casa pensando que me llegaría una carta que iba a cambiar mi vida. Sé que suena extraño, pero abría el buzón  con la expectativa de que así fuera.

¿Os imagináis?: “¡Felicidades!, ha sido usted agraciado con un pasaje a la felicidad.”

Y ya está. Abres la puerta de casa y todo va bien. No hay atascos, tu jefe se ha convertido en un ser adorable, tu pareja atiende tus necesidades, y (otra vez) los pajaritos cantan.

Sí, nos pasamos la vida esperando esa carta en forma de ascenso, media naranja, niños, un coche mejor, un viaje alrededor del mundo….Algo, alguien que nos cambie la vida.

Pero, ¿dónde quedamos nosotros en toda esta historia? Lo digo porque en esa espera, además de frustrarnos y aburrirnos, dejamos la opción de ser felices en manos de otros. Perdemos poder.

Es cómo pedirle a alguien que conduzca el coche de tu vida. Es perder las riendas.

Yo llevo años haciéndolo. Esperando. Pensando que sí, que va a llegar, porque, ¡joder! , soy buena persona y me merezco ser feliz.

Claro, claro que me lo merezco: yo y vosotros. Pero lo que no podemos esperar es que alguien llegue y nos sirva la felicidad en bandeja. Eso no va a ocurrir.

La felicidad es una decisión. Tan sencillo y complicado al mismo tiempo. Es un compromiso con uno mismo.

Y lo primero que hay que hacer para conseguirla es tomar una decisión: Yo quiero ser feliz.

Y ¡ojo! No penséis que cuando la decisión esté tomada algo mágico va a ocurrir que evite que haya más atascos, que vuestro jefe tenga malas pulgas o que llueva y  os hayáis dejado el paraguas en casa. No. Esas cosas seguirán ocurriendo, pero, sencillamente, habréis decidido ser felices.

Pero ésta es ya otra historia y se merece otro post.