Matar a las Doras

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Me cuenta una amiga que calza una buena ración de Miss Perfect que tiene ganas de poner a la señorita en un tren rumbo a muy lejos y perderla de vista para siempre.

Sí, es cierto que lo primero que le nace a uno de las entrañas es mandar a paseo a sus Doras y no verlas nunca más ni en pintura, pero la cosa no funciona así. Las Doras, nos guste más o menos, son parte de nosotros. Mandar a paseo a la señora sería tanto como amputarse una mano.

No se trata de matar a las Doras. Además, eso es sencillamente imposible. Cuando uno intenta ocultar, aniquilar, borrar o hacer desaparecer a su Dora, ésta, sencillamente, se hace más fuerte. Es como subir la música para no escuchar el ruido que hace el vecino. Podemos no oírlo, pero el ruido, sigue ahí. Más aún, si intentamos hacerle una aguadilla a nuestra Dora, lo más probable es que está salga del agua con más fuerza, y encima, enfadada por la jugarreta. Intentar negarla, es tanto, insisto, como hacerla más fuerte.

Además, aunque nos parezca mentira, cada una de nuestras Doras tiene un por qué, y nos ha sido muy útil en algunos momentos.

Es cierto que mi Miss Perfect puede ser un auténtico peñazo en muchas ocasiones. Me ha llegado a agotar, a llevar al límite, ha hecho que me boicotee a mí misma en muchas ocasiones y que no valore algunas de mis hazañas, pero ha sido ella, precisamente, el motor de muchas metas alcanzadas. Ha contribuido a que haga, a que no me quede esperando a que las cosas pasen. Le ha puesto ganas y mimo a algunos menesteres que he tenido entre manos. En ocasiones, mi Miss Perfect, me ha echado algo más que un capote.

Entonces ¿qué hago con mis Doras más incómodas?

Se trata, primero, de reconocerlas. Verlas es el primer paso para que no sean ellas las que lleven las riendas. Sólo con el mero hecho de coger distancia y no identificarnos plenamente con ellas, sino viendo que es una parte nuestra, la Dora, ya se modifica. Mi Miss Perfect, por ejemplo, se reblandeció sólo por el hecho de ser descubierta, algo se modificó en ella.

A las Doras les va bien que les demos espacio. Una vez detectadas, puede incluso, que a veces tengamos que dejar que cojan ellas el timón. Lo interesante, entonces, será ser conscientes de que están al mando y de que nosotros hemos dado un paso atrás. Cuando esto ocurre, como a todo en la vida, es bueno ponerle una pizca de humor: “mira, ya está la tía esta con la matraca de que puedo hacerlo mejor”, piensas, y activas el modo sonrisa. Y le dejas: “Vale, vamos a mejorar esto un poco, pero sólo un poco más”.

Y ahí va otra clave: negociar con ellas. Dejarles hacer, pero poniendo un límite, para que no nos agoten.

Poco a poco algo mágico ocurre. La petarda de la Dora en cuestión ya no es tan petarda. Le hemos mirado a los ojos y quizá hayamos reconocido cuál es su miedo, su herida, por qué, por ejemplo, necesita ser tan perfeccionista. Y empatizamos con ella. Y la miramos con más ternura. Y, voilá, algo vuelve a cambiar. La Miss Perfect ya no es tan dura, ni tan exigente.

Se siente reconocida. Vista, valorada. Y nos devuelve la sonrisa.

Y aquí llega el momento más increíble. Que uno empieza a amar a sus Doras. Y empieza a ver que no eran tan terribles. Que simplemente han intentado protegernos del mundo, de lo que ellas consideraban que era una amenaza.

Y el lado oscuro, ya no es tan oscuro. Y ya no queremos montar a nuestra Dora en un tren rumbo a Tombuctú.

 

Miss perfect

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Os la presento (a Miss Perfect, claro). Ella es alta, más bien espigada. Lleva el pelo recogido en un moño alto, jersey de cuello vuelto y falda de tubo; además de unas gafas de pasta que le caen estratégicamente hasta el puente de la nariz cuando necesita mirar a alguien por encima de la montura y asesinarlo con un rayo exterminador que sale de sus ojos.

Parece que de pequeña se tragó una escoba (o entro por alguna otra parte de su cuerpo) por lo que anda estirada como una vela y en su mano derecha tiene una fusta que usa con los demás, pero sobre todo con ella misma.

¿Os hacéis una idea, no? Un híbrido entre la Señorita Rotenmeyer y una sádica despiadada.

Sí, así es Miss Perfect y con ella convivo hace ya demasiado tiempo.

En el post anterior abrimos una caja, mi particular caja de panDORAs, y ella, es una de esas mujeres que habita en mí y que en ocasiones me hace la vida insufrible.

Miss Perfect es una perfeccionista extrema. Es esa voz que se oye en ocasiones y que dice cosas del pelo de: “esto es una mierda” o “no vales nada” o “lo puedes hacer mucho mejor”.

No hablo del espíritu de superación que nos hace seguir caminando y haciendo mejor las cosas en el día a día, no. Hablo de una tirana que jamás está satisfecha con lo que hacemos. Critica nuestro trabajo, cómo nos relacionamos con los demás, cree que tenemos que estar más guapas, ser más altas o tener los ojos más azules. Pide lo imposible y jamás, nunca, está satisfecha.

Si le das una estrella, te pedirá la luna y si no le paras los pies a tiempo, es capaz de llevarte al máximo agotamiento, de sacarte hasta la última gota de sangre para conseguir llegar a una meta imposible de alcanzar.

A mí me tiene frita la señora. En mi caso, todavía le permito sacar la fusta y mantenerme a raya muchos días, lo que hace que mi capacidad de gozar de la vida se limite. Y mucho.

Ella mantiene viva esa sensación perenne de que podíamos haberlo hecho algo mejor, de que lo que estamos dando al mundo, no es suficiente. Es como si le hubieran inoculado el virus del inconformismo para con ella misma.

No creáis que tengo mucha idea de cómo limar asperezas con la susodicha, aunque atisbo algunas pistas que creo me llevarán a buen puerto.

La primera es una sensación de que lo que en verdad esconde esta tremenda mujer es una inseguridad directamente proporcional a la severidad que se/me aplica.

Esa obsesión por mejorar no deja de esconder una falta absoluta de seguridad en sí misma, en lo que  hace y en los múltiples recursos y herramientas que tiene (que son muchas).

¿Miedo? Es probable.

Quizá miedo a no ser aceptada y querida por los demás si no hace lo que cree que se espera de ella (que es mucho, claro).

Y llegados a este punto es donde os propongo un antídoto contra vuestra Miss Perfect particular: la aceptación. La madre de todos los corderos.

Aceptarnos. Aceptarme. En toda su amplitud. Incluido, por supuesto, el lado oscuro. Aceptar mi  mala leche, mis manías, y comeduras de tarro. Aceptar mis traspiés y mis tremendas meteduras de pata, incluso la más gorda, sí, esa que sale en la cena de navidad, año tras años, y nos tiñe de rojo- berenjena los mofletes.

Aceptarme sin miedo a ser rechazada por ser como soy. Y si alguien lo hace, será probablemente una persona que no sea capaz de amar sus propios errores.¡Al cuerno! No merece la pena.

Aceptar, en definitiva (y menos mal) que no soy Miss Perfect.