Cosas que nunca te dije

 

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Nunca te dije lo mucho que te quiero. Creo, incluso, que la primera vez que alguien me invitó a ello (sí, tuvieron que invitarme a que lo hiciera) se me hizo raro. Muy raro. Recuerdo que, de la emoción, rompí a llorar. Años de camino compartido y nunca te había dicho lo mucho que te quiero.

Tampoco te he dado las gracias. No te he dicho lo muchísimo que te agradezco que me sacaras del atolladero tantas y tantas veces. Que me arrancaras, literalmente, de las garras del sofá para sacarme a la calle a ver el sol; para romper esa inercia de bucle autodestructivo en el que a veces nos metemos las personas y en el que es fácil quedarse empantanado. Gracias por confiar en la vida, aunque hubiera heridas abiertas, y por seguir bailándola.

Tampoco te he contado que a veces me diviertes mucho. Que me gusta cuando te enzarzas en situaciones en las que parece que la torpeza se te ha enmarañado en tu cuerpo y Mister Bean a tu lado es como un bailarín del lago de los cisnes. Nunca te he contado lo mucho que me río cuando al ir a descandar la bici la rueda se gira y el volante se convierte en una especie de torpedo que va siempre directo a tu cara. Ya sé, me dirás que soy cruel, pero es muy gracioso verte librando la cruenta batalla: tú y la bici. ¿Quién ganará?

Me río mucho cuando te emborrachas de locura. Sólo tú. Sin estupefacientes. Y derrochas energía sin contraindicaciones y te dejas llevar a ese mundo mágico en el que los parámetros y las reglas de éste ya no valen. Uno en que todo puede ser y todo vale. Y te dejas deslizar por ese tobogán infinito de la risa saliendo del estómago. De las lágrimas que se escapan de tanta carcajada.

Me encanta cuando te descojonas de tus mierdas. De esas que todas las personas tenemos. Esas anclas invisibles al pasado y al dolor. Me gusta  cuando te zambulles en tu lado más oscuro y lo miras frente a frente, ¡valiente!

Creo recordar que nunca te di las gracias por defenderme. Por afincarte en el límite de mi territorio personal, escudo y lanza en mano, manteniendo a raya a quien venía a invadir esa parte más expuesta de mi alma. Tengo que agradecerte que te mantuvieras firme. Sin retroceder un ápice. A pesar de las magulladuras y heridas. A pesar del agotamiento. Allí te mantuviste, defendiendo mi castillo.

Gracias también por lamerme las heridas. Por curarlas. Y por haber decido que a esta vida has venido a aprender y a ser feliz. A cada paso y con cada circunstancia. Recuerdo el día en que decidiste quitarte la venda de los ojos y afrontar el camino desde un lugar diferente, con la vocación de sacar de cada reto un recurso para ti. Una nueva herramienta. Estás aprendiendo mucho estos últimos años.

Ya sé que muchas veces soy dura, y te machaco. Sé que saco con facilidad el látigo a pasear y te recuerdo, con demasiada frecuencia, lo que me parece que haces mal, en lo que te has equivocado o lo que podrías haber hecho mejor. Sé que en ocasiones alimento tus miedos y sé el enorme daño que esto te provoca. Y lo siento, de corazón, lo siento.

Así que hoy, no sé si tarde (pero por lo menos me he aventurado a ello), quiero darte las gracias una y mil veces. Un GRACIAS enorme, en mayúscula y negrita por haberme traído hasta aquí. Por haber confiado en la vida. Cada día un poco más. En ello estamos.

Quiero agradecerte por todo esto y por mucho más. Más cosas que no caben en este papel y que prefiero, salvaguardando nuestra profunda intimidad, que queden entre tú yo. Así mañana, cuando me levante de la cama y vaya adormilada y despeina al baño y vea tu/mi reflejo en el espejo, sabré que nos guardamos cosas para nosotras. Solo nuestras. Solo mías. Y me guiñaré un ojo, prometiéndome a mí misma que hoy las cosas van a salirme requetebién.

P.D: ¿Te has dado alguna vez las gracias? Es un ejercicio súper recomendable. Ahí lo dejo.