Cuarto y mitad de confianza

By Sabine_Bends

 

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¡Ójala fuera tan fácil! Ir al ultramarinos de la esquina (no sé si quedan muchos ya) y pedir confianza en gramos o kilos. Dependiendo de la necesidad de uno, al gusto del consumidor. Sería estupendo llegar a casa y condimentar la comida con un buen puñado de confianza, devorar el plato en cuestión y volver a sentir, al principio en un leve cosquilleo y a raudales después, como la seguridad en la vida va llegando a cada rinconcito del cuerpo y del alma. Sería perfecto inspirar fuerte entonces, abrir la ventana y gritar: ¡qué bello es vivir!

Mira que sería fácil la cosa. Pero, desgraciadamente, la ciencia todavía no ha investigado como capturar, enfrascar y distribuir la confianza. En fin.

Se me ha puesto estrechita la vida últimamente. Aprieta, y es inevitable que una tire del por qué, del cómo, del cuándo…y se devane los sesos intentando buscar respuestas racionales a cuestiones que no lo son tanto. La vida nos sucede. Nos ocurre y vamos transitando lo que nos trae y es duro cuando no nos  gusta.

Lo de devanarse los sesos no es útil. Una termina en divagaciones y listas interminables de pros y contras. Se busca construir un discurso mental sobre lo que ha pasado y lo que no, sobre lo que podía haber sido. Al final es una distracción en la que meterse para dejar de sentir el dolor que ha provocado el revés. Mejor andar entretenida por ahí. El problema es que se corre el riesgo de quedarse pegado en esas divagaciones, como si fueran una tela de araña, y sin saber muy bien qué coño ha pasado.

Hay que meterse en la historia. Y dejar que aparezca todo a lo que tememos: las montañas rusas de emociones, los miedos, las frustraciones. Hay que abrirles la puerta a todos e invitarles a pasar a casa. Aunque no seamos conscientes ya estaban dentro, solo que ahora son más visibles. No vale pasar de puntillas, lo suyo es tirarse (ya sea de cabeza o a poquitos) a la piscina y bucear la historia. Hay que lamerse las heridas y ver para qué ha pasado. No por qué.

Cada cosa que ocurre, aunque nos abra las carnes, trae algo para aprender. Nos desvela una parte de nosotros que quizá no queríamos ver. Nos muestra. Zambullirse cuesta, y lo dicho, no hay que hacerlo de golpe, pero atravesar ese dolor o ese miedo, traerá un regalo. Siempre lo hace.

Yo ando buceándome. Inmersa en mí. Y cada día es una aventura. Es como un camino en el que van apareciendo personajes: un día te cruzas con el señor miedo, al día siguiente coincides con la señora ira. Hoy, por ejemplo, llegó la tristeza. Te cruzas con ellos y, lo suyo, es mirarlos, incluso abrazarlos.

Llegan ellos. Pero también van llegando la información, las piezas del puzle y las certezas.

Cuesta no engancharse en el mecagüenlaleche y en la idea de que somos mercancía defectuosa, que hemos llegado a este mundo con algún tipo de tara. Cuesta. Y hay días que irremediablemente vamos a fustigarnos. El reto es no engancharnos muchos ahí y atravesar la historia recogiendo lo que nos venía a contar.

El revés te deja tocada. Se tambalea la estructura. Cambian las referencias y las reglas del juego. Toca reubicarse y toca confiar en la vida. Y quizá esto sea de lo más difícil en toda la historia. Confiar. Saberse mecida y cuidada. Comprender más allá de nuestro obligo.  Aceptar lo que ha llegado. Volver a salir al mundo con una abierta sonrisa.

Todavía no venden confianza en el ultramarinos de la esquina. Pregunté el otro día y me miraron raro.

Será que anda dentro de mí. En algún cajoncito en el que todavía no he mirado. Pero estoy segura de que si sigo caminando, además del señor miedo o de doña tristeza, un día de estos me voy a cruzar con ella. Seguro que llega.

Tristeresante

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Y volvió a aparecer. Estaba agazapada entre mis palabras. Fue un mago de los cuentos, un trasmisor de mitos y emociones el que supo leerla entre  las frases que salían de mi garganta. Tiró del hilo y ella se desplegó. Una vez más.

La miro. Tristeza en ristre. Afligida y alicaída. Sintiendo que no puede y que todo va ir mal. Sintiendo la vida en contra. Sin confianza. Aferrada a la historia que ella se contó de ella misma: una historia triste y sin final feliz. La veo explotando su desdicha. Compartiéndola y buscando en los otros ojos compasión y ternura. Cuidados. Salvación quizá. Quién sabe.

Ha vuelto otra de mis DORAS. Las Doras, ya sabéis, son esas partes que me componen; esas máscaras y personajes que con tanta dedicación y esmero me he ido construyendo durante estos años. Algunas ayudas; otras ponen palos en las ruedas. Ya os había presentado algunas: la controlaDORA, la salvaDORA o la dictaDORA ¡Ay! Mi pequeña fürher.

La DORA que ha vuelto a desplegarse esta vez es la víctima. Y la siento como una boicoteaDORA.

No voy a negar que nació por algo (esa es ya otra larga historia que quizá algún día os cuente), pero cuando la víctima arraiga crea un vida en la que la queja es permanente. Una vida en la que todo cuesta el triple. Se siente como remar contracorriente todo el rato. Sé que hubo un hecho que la construyó. Un hecho remoto y lejano, pero ella ahí permanece. Se ha acostumbrado a conseguir atención y amor de ese modo. Gime y atrae las miradas. Llora y logra un abrazo.

¡Ojo! No me malinterpretéis. La vida no va no de no estar triste o de no sentir el dolor que a veces trae y que es más que recomendable transitar, sin embargo, cuando lo anecdótico o puntual se convierte en costumbre y tapa y frena otras posibilidades, entonces, ha surgido la DORA. Y salta como un resorte en las situaciones más inesperadas. Sin que una sea consciente de ello. Se convierte en una manera de hacer y conseguir.

Y hay algo muy peligroso en que la víctima se cronifique. Te hace creer que el mundo es malo, te hace dejar de confiar y, sobre todo, te hace sentir y pensar que la culpa de todos tus males la tienen los demás y la vida, que es muy perra la tía.

Llevo tiempo con ella a cuestas. Nos vemos y miramos de vez en cuando. Ya la conozco y reconozco. Y, lo dicho, ha vuelto a aparecer. Pero esta vez venía con un matiz diferente. La he sentido vacía de contenidos y argumentos.

.– ¡El mundo es malo!- clamaba. Y yo pensaba; ya no te creo.

Así que la he mirado a los ojos. Esos ojos tristes y desolados. He mirado sus hombros caídos, que dejan que la lluvia de un día de tormenta resbale por ellos. La he mirado y la he abrazado. Y le he susurrado al oído: Ey, nena, ya está. Ya pasó. Confía, que todo va a salir bien.

Confía- le digo- porque nos lo merecemos. Las dos. Porque ya toca. Y la siento temblar entre mis brazos. Vibrar frente a otras posibilidades y otro nuevo horizonte.

Quién sabe. Quizá seamos ya como una de esas viejas parejas ajadas que llevan ya tanto tiempo juntos que ni siquiera saben por qué lo están. Esas parejas que ni se tocan cuando coinciden por el pasillo. Que ya ni siquiera se molestan, pero que siguen compartiendo espacio por rutina y, creo yo también, que por miedo.

El caso es que la miro y la remiro. Haciendo aspavientos en un vaso de agua, como si fuera una tremenda tormenta la que transitara y ella estuviera en un pequeño cascarón de nuez.

La miro y la remiro y siento que toca ya separarse o fundirse. Transmutar. Así que le he lanzado un salvavidas a su vasito de cristal para que lo coja y se aferre a él. Para que poco a poco salga del vaso y se seque el pelo. Para que se vista de gala y celebre. Porque resulta que ella también estaba invitada a la fiesta de la vida y no lo sabía.

Nos toca- le susurro una última vez- gozar la fiesta. A partir de ahora la vida va a cuidarnos. ¿Te apuntas?