El otro camino

 

By Gon

 

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Tengo un primo ( podría ser un amigo, el vecino del quinto o un compañero de curro) que acaba de decidir que va a tomar ‘el otro camino’.

Y me explico. Resulta que la vida le ha puesto, como lo suele hacer a menudo, en la tesitura de tener que elegir. Debe tomar un camino. Decidir si sigue como está o da un giro. Decidir si apuesta o no. Si da un paso o se queda como está. Decidir, vamos.

Conociéndole me imagino que se habrá escurrío el cerebro hasta dejarlo agotado. Le habrá sacado todo el jugo al órgano en cuestión para intentar dilucidar cuál es el «camino correcto», el bueno, el que hace que pasado un tiempo, al mirar atrás pienses: ‘no me equivoqué’.

Sé que lo ha pasado mal. Que ha tenido días tristes. Días de jaleo y verborrea mental y de mirar mucho al techo sin poder pegar ojo. No sé si habrá hecho una de esas odiosas listas con los pros y los contras. Digo odiosas ( y que nadie se me ofenda), porque reducen toda decisión vital a una cuestión práctica, a una suerte de partida en la que hay que cuantificar quién mete más goles: si el equipo A o el equipo B. Lo deja todo en manos de los números: 19 pros y 15 contras. Adelante. Será porque soy de letras, pero me parece que la vida, y las decisiones que en ella tomamos, no pueden hacerse a peso. Una sola de las razones de la lista puede dar al atrás con las otras 34.

Mi primo ha pasado su propia travesía en el desierto. Supongo que habrá desmenuzado el asunto hasta dejarlo en los huesos. No sé cómo lo ha hecho, pero cuando le he preguntado qué va a hacer, he tenido la sensación de que ha decidido tomar el camino más fiel a él mismo. Me ha dicho que toma «el otro camino». Y siento que lo dice porque el otro, el que descarta, parece el más lógico según los parámetros sociales de esta comunidad enferma que, a ratos, es la nuestra. Ha decidido dejar la seguridad y los ingresos para apostar por la otra vía, la que seguro que no muchos le han recomendado. La que en la lista de pros y contras quizá hubiera salido perdiendo.

No sé si ha tomado el camino «correcto» o «incorrecto», porque en realidad no hay camino bueno o malo. Sólo hay camino. Y me hubiera alegrado igualmente que se decantara por la otra opción ( aunque fuera menos romántica). La cosa es que creo que ha tomado el camino que le vibra. El que siente ( y no piensa) que tiene que tomar. El que le resuena. El que reverbera. El camino que le ha dado paz. El que le ha dejado tranquilo.

Puede ser que dentro de unos  años al mirar atrás se arrepienta. O no. Estoy casi segura de que no lo hará. No sé si va a ser o no un camino fácil, no sé si le va a traer «éxitos» sociales, amorosos o vitales. Pero intuyo que es la opción que tiene que tomar. Porque al contármelo me he emocionado y un escalofrío ha recorrido mi espalda. Porque sé que a él, en algún instante de su proceso, también le sacudió esa misma sensación.

Sea como sea es un camino que le toca vivir. El que le va a ayudar a apreder y a crecer y quién sabe cuántas cosas más. No es fácil hacer lo que él ha hecho. Hay que escuchar a la vieja que habita en cada uno de nosotros, a la mujer o al hombre sabio. A esa intuición a la que casi no dejamos espacio en el día a día y que intenta pegarnos gritos de vez en cuando mientras la sepultamos entre prisas y quéhaceres que nos mantienen entretenidos y anestesiados. Hay que acallar los miedos y lidiar con ellos. Hay que confiar en uno mismo y en la vida. Hay que saltar.

No sé cómo será el camino, primo. Solo sé que has confiado en ti y ya solo por eso eres un valiente y un maestro. Te deseo que el «otro camino» te sea dichoso.

(r)evolución

Gon

Gon

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Creo que me va tocando ya librar mi gran batalla. Y no os penséis que hablo de acabar con las grandes injusticias de este mundo, ni de derribar los muros y las fronteras que nos quitan y dan privilegios dependiendo del lado en el que se nazca.

Hablo de librar mi propia batalla. La que está dentro. La que todos libramos día a día, muchas veces sin siquiera saberlo. Hablo de la lucha del alma. La lucha por soltar lastre y librarnos de los miedos. Los grandes y pequeños. Los invisibles. Los que aprendimos o nos inocularon cuando éramos pequeño. Los miedos que nos anclan a nuestra zona de confort y al personaje, a la máscara que construimos pensando que así (haciéndonos queribles) nadie nos hará daño.

Son los temores que nos atan a lo estático y lo conocido. A la maneras de movernos sabida.

Y si hay alguien que está pensando que sugiero  hacer la maleta y subir el Everest, está equivocado. Hoy, por lo menos, mi lucha no es esa. Mi lucha está en quedarme en casa. Sin huir. Mirando hacia mí, hacia dentro, hacia mis monstruos y fantasmas. Hasta que estemos ellos y yo, frente a frente y pueda quererlos.

Porque en esta batalla mía, la que se libra en el corazón, una lucha contra uno misma. Y cuando encuentra una villana, un loca, una psicópata o una asesina en potencia, se está encontrando a sí misma. Y no puede matar a una parte de sí. No puede negarla, porque la hace más fuerte.

Solo nos queda abrazarla/abrazarse. Ser compasivo con esa parte que odia a la vecina del quinto, con la que se sulfura con su jefe, con la que envidia a su amiga. Solo nos queda abrazar esa parte nuestra que tanto odiamos.

No es fácil hacerlo. Por eso huimos fuera constantemente. Porque no es fácil mirar hacia los bajos fondos de uno mismo y reconocerse en aquello que está fuera de lo que, día a día, intentamos mostrar a los demás. Es más fácil librar fuera las batallas, elegir un ser detestable y cargar las tintas contra él. “Seguro que es malnacido tiene la culpa de todas mis penurias”. Valga un político, por ejemplo.

Y entendedme. No se trata de olvidarse del mundo y de las miserias de las que está sembrado. No se trata de mirar hacia otro lado. Se trata de sanar, de curarse a una misma para poder aportar al mundo algo más que nuestra propia tristeza, ira o miedo.

Y, sinceramente, cada vez estoy más convencida de que es la única manera de hacerlo.

Si vamos a la batalla con el corazón lleno de rencor, solo sembraremos más rencor.

Si va lleno de odio, solo habrá más odio.

Si tenemos miedo, a la larga llegará más miedo.

Lo hemos intentado muchas veces. Una y otra vez durante la historia. Hemos intentado construir algo nuevo; una sociedad más justa, equitativa y equilibrada, pero a esa batalla hemos llevado nuestro miedo, odio y rencor. Intentamos construir algo nuevo con viejos parámetros. Un nuevo mundo con unas viejas instrucciones. Y sigue fallando. Seguimos una y otra vez tropezando con la misma piedra. Una y otra vez.

No podemos salvar el mundo sin antes salvarnos a nosotros mismos. Estamos haciendo mal el camino, de fuera hacia dentro. Pensamos que si sanamos fuera, lo que dentro está atenazado se liberará. Pero no va así el tema. Eso ya lo intentamos.

La revolución vendrá de dentro. De cada uno de nuestras almas libres. Revolucionaremos cuando evolucionemos. Por eso hoy quiero invitaros a miraros dentro.

Y ahí sí,  ahí quizá volvamos fuera a librar otras luchas en las que no volcar nuestros miedos. Y, quien sabe. Puede que acaben las grandes injusticias del mundo o puede que ya no necesitemos derribar muros o quitar fronteras, porque no nos haga falta ya ni construirlos.

Iracunda por naturaleza

 

La ira

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En ocasiones me posee satanás.

Sí, ocurre. De mi estómago va brotando una erupción de fuego como si en mis entrañas ardiera un caldero a 100 grados que va subiendo por mi pecho, cuello, hasta llegar a las mejillas que se encienden como dos neones rojos de un escaparate cutre. Mi cuerpo se contrae, mis hombros se elevan hasta casi tocar mis orejas, las mandíbulas se tensan y tengo la sensación de que si abro la boca, una llamarada de fuego arrasará todo lo que tenga delante.

Ya está. Ha ocurrido. He vuelto a ser tomada por la ira. Vamos a reconocerlo, soy iracunda por naturaleza.

En estas ocasiones, en principio, sopeso dos opciones: o me trago el enfado causándome una indigestión de tres pares de narices y atrofiando, por unos días, todo mi sistema digestivo o resuelvo abrir la boca permitiendo que afloren sapos y culebras y arrasando la fauna y flora que tenga la desgraciada casualidad de encontrarse frente a mí en ese mismo instante.

Ambas opciones acarrean, vamos a llamarlo así, una cuantiosa lista de daños colaterales.

Gestionar la ira no es fácil. Reconozcámoslo, no está bien vista en esta sociedad, así que lo que muchas veces hago es optar por la opción uno y llevarme a casa un interesante problema gástrico.

Tenemos miedo a lo que sentimos. Y no sólo hablo de la ira (emoción que está muy a la orden del día). Hablo también de la tristeza, de la culpa, del miedo, de la frustración, de la vergüenza…De una larga lista de emociones a las que “alguien” les puso la etiqueta de malas y no están ni aceptadas ni bien vistas socialmente.

Sin entrar en qué puede causar esas emociones (eso es harina de otro costal), lo cierto es que en muchas ocasiones vivimos dando la espalda a aquello que realmente sentimos. Es más, ocurre que, en una rocambolesca vuelta de tuerca, nos llegamos a sentir mal por sentir ciertas cosas. Un lío vamos.

Tapar, ignorar, pasar en moto de una emoción, nos puede dar un buen resultado a corto plazo, pero a la larga no soluciona nada.

Es cómo escuchar al vecino de abajo dando voces y subir la música para no oírlo. No resuelve nada: el vecino sigue ahí y tú puedes terminar con serios problemas de audición si sigues utilizando siempre la misma técnica.

La consecuencia de no dar espacio a esas emociones es que, en muchas ocasiones, se hacen más grandes. En el caso de la ira el ejemplo es fácil. Es como tapar una olla a presión esperando que por sí sola se calme, sin bajar el fuego que la alimenta. Está claro, terminara explotando y, probablemente, lo haga en el lugar y el momento menos idóneos.

Nos da miedo sentir. Nos da miedo las consecuencias que puede traer expresar lo que sentimos: ser juzgados, sentirnos vulnerables o quizá rechazados.

Nos enseñaron que la alegría, la felicidad, el alivio son buenas emociones y que la ira, la tristeza, el miedo, son malas emociones, y sin embargo, cada una expresa una cosa, nos trae un mensaje.

La clave es sentir. Dar espacio a esa emoción, dejarla que aparezca, que se despliegue.

Habrá ocasiones en la que tengamos que expresarla, aunque sin arrasar como Atila. Sentir una emoción no es un salvoconducto para herir al resto. Otras veces, mejor que convertirse en la hija de satanás y vomitar cosas verdes por la boca, puede ayudarnos buscar un rincón tranquilo y respirar la emoción, observarla, dejar que emerja, darle su espacio. Se trata de sentir como se tensan las mandíbulas, como sube el calor a las mejillas, como se cierran los puños. Y como nada pasa.

Porque eso es lo que pasa cuando uno vive la emoción sin juzgarla, sin sentirse mal por ello: la emoción se evapora, va, poco a poco, disolviéndose.

Vamos a vivir con nuestras emociones toda la vida. Y menos mal, porque lo contrario sería un soberano aburrimiento. Así que, ¿qué tal si vamos dándoles un poco de espacio?