Lo que me sale del coño

Lo que me sale del coño-Dibu

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Hace poco unos buenos amigos me invitaron a hacer lo que me salga del coño. Así, sin cortapisas ni remilgos; lo que mande la entrepierna.

El consejo, en un principio, me resultó baladí. Pensaba yo que andaba más conectada a mis deseos pélvicos (y no hablo, evidentemente, solo de los sexuales). Creía que durante estos años de andadura vital me había permitido más sentir qué me apetecía hacer, decir o vivir a cada momento.

La invitación quedó ahí, metida en el fondo de un cajoncito de mi alma esperando a ser abierta, como si fuera un regalo envuelto que no estaba preparada para ver. Sin embargo, y a medida que han ido avanzando los días, mi coño ha empezado a llamar a mi puerta.

Al principio era un sutil reclamo. Un “toc, toc, ¿hay alguien ahí?”

A mí hacerme la sueca y no escucharme a mí misma se me da la mar de rebien, así que en un principio no le hice mucho caso. A ratos abría el cajón, miraba el paquetito y volvía a cerrarlo con las mismas.

Después de mirar de reojo varias veces la invitación que me habían hecho mis amigos un día resolví probar, intentar sentir de verdad que es lo que me apetecía hacer a cada momento. Y ¡vaya percal, señores!

Nada más darme el permiso a mí misma para hacer lo que me diera la gana un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Me entró una mezcla de vértigo y miedo y casi me quedo clavada en el sitio sin poder moverme. ¿Será que no me suelo conceder la licencia de hacer lo que siento y quiero?

Reposado el escalofrío y pasado el primer trago de la experiencia, me di cuenta de que efectivamente, no estoy muy acostumbrada a preguntarme a mí misma qué es lo que me apetece hacer. Puede resultar extraño, pero así como atiendo a las necesidades de amigos, familia, pareja, trabajo…sin ni siquiera plantearlo, lo cierto es que no me permito muchos espacios para saber qué es lo que realmente quiero yo.

Pocas veces consulto conmigo qué necesito y cuando lo hago es difícil acceder a una respuesta que no esté condicionada.

Me explico. A la pregunta de ¿qué te apetece?, en la respuesta, y casi de manera inconsciente, están presentes mis necesidades, pero también otras muchas cuestiones.

Una de las qué más peso tiene, y que sujeta como un ancla mis deseos, es valorar siempre lo que se espera de mí. Son años atendiendo y haciendo míos la voluntad y las necesidades de los demás, del otro, del contexto. Son años adaptándome a lo que creo que los demás piensan que voy a hacer.

Es sutil. Mucho. Si uno no está muy atento y presta atención de verás, es muy difícil discernir qué parte de la respuesta es propia y qué parte está condicionada por “agentes ajenos a uno mismo”.

Pero ¿por qué es tan difícil sentir qué le apetece a uno sin poder aislar ese deseo del resto del mundo?

Lo cierto es que en el camino de la vida hemos recibido en muchas ocasiones mandobles. Reveses que no nos esperábamos, que ni sospechábamos. Todos hemos sentido que nos rechazaban, que en cierta manera, no éramos aceptados.

Poco a poco, y como mecanismo de defensa, uno se va autoamputando. Va recortando partes, deseos, posibilidades y facetas de uno mismo que cree que no son bienvenidas.

Al final, y casi sin darnos cuenta, vamos limando partes de nuestra manera de ser y sentir con el único propósito de ser aceptados.

El tema sale caro. De pronto uno casi no sabe lo que quiere de la vida. Ha aceptado y hecho suyos los parámetros sociales, el modelo que vio en casa, los patrones que ve entre sus amigos y familiares y se ha olvidado de uno mismo. De pronto te das cuenta de que te has diluido como un azucarillo en un café. Has desaparecido y te has mimetizado con el entorno. Ya no se te ve.

Seguir por inercia en el camino trazado por otros puede resultar cómodo y podemos sentir que estamos siendo aceptados, que nos movemos en los “parámetros correctos”, pero no es real, y tiene, además, un alto peaje.

Vivir siendo la perfecta pieza que encaja en el puzle que nos asignaron implica dejar por el camino nuestro propósito, lo que realmente hace que nos lata el corazón con fuerza y la sangre bombee a todos los rincones del cuerpo.

Se puede vivir amputado, sí, ahí radica la libertad de cada uno, en poder elegir quedarse en el carril y seguir lo que está trazado, pero ¿qué pasaría si saliéramos del guion preestablecido?

¡Ojo! Que no se trata ahora de bramar contra el mundo por no dejarnos ser. Nosotros hemos elegido hacer nuestras las demandas del otro y del entorno, y por eso, y aquí viene la buena noticia, podemos también elegir hacerlo de otra manera.

Yo voy a empezar a hacer lo que me salga del coño. Sé que ésta es una batalla que tengo que lidiar conmigo misma: contra mis miedos (que seguro los encontraré en el camino), contra la posibilidad de ser rechazada, contra la extrañeza de los míos que quizá piensen en un momento determinado, pero ¿qué mosca le ha picado?

Hacer lo que uno siente y quiere. Sin estar, además, midiendo constantemente las consecuencias que eso puede traernos. Y no se trata de ir dando tumbos, con el caballo desbocado hasta el borde del abismo. Se trata de manejar las riendas sintiendo que somos nosotros los que marcamos el rumbo. Esto requiere empoderarse, hacerse dueño del destino de uno mismo asumiendo las consecuencias de nuestras decisiones y dejando del culpar al resto de la humanidad. Da vértigo, ¿eh?

La encomienda, sin duda, se me antoja excitante y compleja, pero estoy preparada. A ver si mi coño me lleva a buen puerto.

La máscara

 

Máscara

mAscara I by albertopoloionez

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Y de pronto te sorprendes diciendo una gran sandez. Una tontería como la copa de un pino. Una gilipollez, vamos. Y casi hasta te ruborizas. Te sonrojas y piensas: » menuda chorrada acabo de decir».

Nos ha pasado a todos en diferentes momentos de la vida. Te sorprendes diciendo algo que jamás habrías dicho. Algo que quizá no sientes, ni piensas. Un lugar común. Un cliché. Una frase que en un momento determinado a alguien dentro de tu cabeza le pareció óptima para la situación, pero que una vez pronunciada se metamorfosea y cae como una losa, pesa, te pesa, y resuena en tu cabeza con un eco reverberado y, sencillamente, quieres que la tierra se abra bajo tus pies para desaparecer del mapa, por lo menos, unos minutos.

Sucede en ocasiones, y no me refiero a la metedura de pata de preguntarle a una mujer si está embarazada y que te diga que no. No.

Hablo del momento en el que alguien que no eres tú habla por tu boca, dice algo que no resuena contigo, con lo que no vibras. Hablo de los momentos en los que intentas caer bien a toda costa frente a alguien que jamás volverás a ver, que no te importa un carajo. Hablo de esos momentos en los que mantienes una sonrisa en la cara que se sujeta con chinchetas. De esas veces en las que te sorprendes en una reunión, un encuentro…impostando. Exagerando. Casi actuando.

Es como si de pronto fueras poseído por un ente que modifica tu actitud, tus palabras y tu manera de ser, y sientes como si te volvieras un auténtico imbécil. Y sin embargo, no puedes evitarlo.

Quizá os pueda resultar anecdótico, nimio. Sin embargo, en cada uno de esos momentos tenemos la posibilidad de ver la punta del iceberg de todo un tinglado que hemos ido montando y construyendo durante muchos años;  alguien que no somos realmente, pero que mostramos constantemente.

Antes de que salgas corriendo buscando a un exorcista de la Santa Madre Iglesia  para que saque de ti al depravado incorpóreo que se ha metido dentro, PARA. La cosa no va por ahí, la cosa es más fácil que todo eso.

Lo primero es responder a una pregunta: ¿quién habla por mi boca? ¿Quién carajo se ha metido dentro de mí y hace que me mueva como si fuera un coche teledigido?

La respuesta es larga y complicada. En cada uno de nosotros diferente. Pero valga como ejemplo la mía. En mi caso a veces habla el miedo a no ser aceptada. Otras habla mi madre, que me enseñó muchas cosas valiosas, las que ella sentía y pensaba, pero que quizá no son las mismas que yo siento y pienso. Habla el profe del cole. Habla la sociedad que me ha ido inoculando durante años su manera de pensar y sus normas. Hablan mis amigas y hasta la vecina del quinto. Habla, en ocasiones, todo el mundo menos yo.

Está claro que somos seres gregarios, que vivimos con más gente y que esta sociedad se conforma y articula a través de normas, límites y diversos parámetros, pero en ocasiones se corre el riesgo de que entre tanta norma, opinión y dogma, uno se vaya diluyendo y desaparezca.

Desde pequeños vamos construyendo un personaje. Queremos que nos quieran, y en ese menester nos adaptamos a lo que piden mamá y papá, el profe, la sociedad….

Construimos un personaje que oculta los miedos que tenemos, nuestras partes más vulnerables y frágiles, nuestros sueños…

Un personaje que mata nuestra autenticidad. La aniquila.

Mata esa espontaneidad que teníamos cuando éramos niños, esa forma de ser auténtica, esa   frescura. Esos ojos que todo lo fisgan y escudriñan, y que tanto valoramos de mayores cuando los vemos en un pequeño, vienen siendo aniquilados a medida que los años pasan.

Y no pasa solo con desconocidos; nos pasa incluso con los que están más cerca, los que más queremos. Quizá por no defraudar, quizá porque cuando les conocimos ya llevábamos la máscara puesta y es difícil ya deshacer el entuerto. Se espera de nosotros que seamos así o asá o creemos que se espera), y cuando, un día, caen las chinchetas y aparece otra mueca, alguien pregunta ¿qué te pasa?

Sin embargo (y menos mal) no somos robots teledirigidos por nuestros miedos, creencias y normas interiorizadas ( o no siempre).

Hay instantes, momentos, personas que te miran a los ojos y son capaces de ver lo que eres, lo que está escondido detrás de toda esa parafernalia que te has montado. Sucede, a veces, que te muestras; sales del personaje, aparcas los miedos y lo aprendido, y apareces así, casi desnudo.

Cuando ocurre, también suele venir el rubor. O, si han sido los ojos de otro los que te han descubierto, una complicidad, casi felicidad que salta del estómago a la garganta y hace que la máscara, aunque sea durante unos segundos caiga.

Y cuando pasa, por lo menos a mí, te sientes vulnerable, como un niño, porque ha caído toda esa estructura que te has montado pensando que así ibas más protegido por la vida, más seguro.  Y resulta que no, que todo ese parapeto es una barrera que le ponemos a la vida, un dique que nos inmuniza quizá del dolor, pero que anestesia también nuestra sensibilidad frente a la vida.

Y cuando sucede, y cuando cae la máscara, te sientes más vulnerable, sí,  pero también más libre, más feliz, más auténtico, más tú.

Te sientes más vivo.

P.D: Sigo buscado mi confianza, ya si tal, cuando la encuentre, os cuento.