Entro en el bosque como quien entra en un templo. En vez de dos imponentes columnas, atravieso dos robustos árboles cuya encomienda es custodiar la entrada a la vida. Avanzo sobre el camino mientras cada paso me trae, con el sonido del caminar sobre la tierra, al instante presente. Se apacigua el alma a golpe de ramitas que crujen bajo mis pies. Lejos van quedando el ruido de los coches y el murmullo de la ciudad que entra, amortiguado por las hojas, hasta mis oídos. Cada vez más lejos. Cada vez más suave. Hasta que se apaga.
Mis pensamientos van bajando de revoluciones a medida que me adentro en el bosque. Con cada paso se acallan mis voces internas y emerge, a mis ojos, la vida. Empiezo a ver. A ver de verdad. Cada hoja que se desprende de un árbol, cada animal que agita un arbusto, cada pájaro que canta. Ocurre que mis sentidos se agudizan, como si fuera un súper héroe. Me abro al entorno y la vida me penetra por todos los sentidos. Se intensifica. Me atraviesa con toda su magnanimidad.
Siento el abrazo del bosque. Es un abrazo generoso y libre. Otorgado por la voluntad del propio bosque a quien entra. Es un abrazo del que mana el calor de la madre, la seguridad del padre. El abrazo mimoso de la corteza del árbol y de la honestidad del camino desnudo de tierra.
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido».
Thoreau se entregó al bosque y a su cabaña. Yo sólo me adentro en él de vez en cuando. A veces cuando necesito calma.
Cuando dentro hay tormenta, hay que buscar fuera un lago tranquilo.
Me siento frente al mío. El mío que es el suyo. El de la vida que contiene. El de las burbujas que emergen a la superficie, los insectos sobrevuelan, los peces que te sorprenden. Un pato solitario que nada.
El lago tranquilo me apacigua. Dejo que entre y penetre por mi piel. Hay un trasvase de su agua a la mía. Se mimetizan los lagos: el de fuera y el mío, el interno.
Observo, callo y caigo.
Caigo al silencio y al fluir de la vida. Me rindo. Me abandono y el bosque me mece. Me dejo caer en el balanceo suave y rítmico de los árboles y de sus habitantes.
Vivimos tiempos extraños, compañeros. Tiempos de incertidumbre. Azotan el miedo y la desconfianza y se desdibuja el horizonte. Y en este momento en el que la vida nos exige que nos anclemos al presente más que nunca, yo he encontrado mi lago sereno.
Allí, sentada a la izquierda del roble, la pulsión de la vida te devuelve a un lugar en calma y tranquilo. A un lago en el que la fina capa de agua solo se rompe por el rielar del sol y el burbujeo de los peces que, ajenos a todo, siguen nadando en sus profundidades.