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Dentro de cada viaje hay un viaje.
Sí, está claro que lo primero que llega al lugar de destino cuando uno hace la mochila es el cuerpo. Mejor o peor (depende mucho de la aerolínea y del espacio que uno tenga entre las rodillas y el asiento delantero) pero llega.
Aterriza el cuerpo y, si una lo permite, llega el alma. Y digo lo permite porque hay que dejar que el alma también aterrice. Si el viaje es a golpe de reloj, como si estuviéramos corriendo una etapa del Tour de Francia, y en cada sitio sólo paramos el tiempo suficiente para sacar el palo-selfie y hacer las compras de souvenirs pertinentes, el alma no termina de aterrizar. O lo hace a golpetazos y por encima, como si el viaje hubiera sido un sueño (eso sí, con un enorme reportaje gráfico del momento).
Para que el alma llegue hay que parar y respirar. Dejar que el lugar, el país, la ciudad, sus gentes, su olor y su comida le penetren a uno por los poros de la piel y se le metan, aunque sea un poquito, en el ADN.
No es fácil. El turismo también nos vende dos por unos y mucha doña prisa. Si una se despista un segundo de pronto se encuentra metida en un circuito exprés de visita a monumentos rodeada de cincuenta personas consumiendo lugares a diestro y siniestro. Pasa, claro. Lo bonito en estos casos es darse cuenta, salirse de la fila y permitirse ‘perder el tiempo’, aunque sea a sorbitos.
Permitírselo abre todo un mundo de posibilidades. Lo primero que ocurre es que uno ve. Ve de verdad. No el mejor encuadre de la foto, sino lo que ocurre a su alrededor, la gente que camina cerca, el color, la luz. Y esto abre la posibilidad al encuentro, a la charleta con quienes te cruzas. Surge la conversación en medio de unas ruinas o en la cola de un restaurante. Uno se para, conversa, y suelta. Porque ésta es otra de las maravillas de los viajes, son como el gran viaje, el de la vida. Encontramos gente, la conocemos, y la dejamos marchar. Lo hacemos con menos apego que en el día a día. Damos por hecho que vendrán e irán. Que volveremos a casa.
Hay algo muy mágico en ello. Surgen momentos preciosos con auténticos desconocidos a los que sientes, lejos de casa, familia.
Dejar que el alma aterrice tiene todas esas ventajas pero, además, suponen un reseteo en toda regla. O esa es, por lo menos, la sensación que me traigo yo desde el otro lado del charco.
No sabría muy bien como expresarlo con palabras, aunque la sensación interna es nítida. Algo ocurre a un nivel profundo. Una, sin buscarlas, encuentra algunas respuestas. Respuestas a su experiencia vital. Quizá porque durante unos días quitamos todo el ruido interno, el blablabla mental y las preocupaciones y nos permitimos sólo ser. Estar. Aquí y ahora, sin saber qué será mañana o dónde vamos a dormir. En una controlaDORA (otra de mis DORAS) como yo, a la que le gusta tener todo cerradito y medido al milímetro, esta improvisación termina desmontando todos sus mecanismos hasta el punto de que termina bajando los brazos y rindiéndose.
Quizá sea eso, no lo sé, o quizá sean los lugares y sus gentes que nos dejan un legado inconsciente de regalo a cada sitio que viajamos con respeto y queriendo empaparnos un poco.
El caso es que todavía estoy deshaciendo las maletas, no las físicas (ya he puesto la pertinente lavadora), sino las del alma. Sé que de este viaje me he traído más regalos para mí misma que un jersey y unos guantes. Todavía no tengo muy claro cuáles son, por el momento sólo los intuyo, pero sé que se irán haciendo nítidos con el paso de los días. Hay aprendizajes que me he traído en la mochila, sólo hay que dejarlos que aterricen dentro de mi alma.
Un viajero de las estrellas, -que quizá también recorrió los entornos que tú has recorrido,- manifestó que el alma humana está adornada, entre otras,de dos cualidades importantes: generosidad y agradecimiento. Generosidad, para compartir; y agradecimiento para reconocer a quien comparte. Tu alma es generosa, compartiendo la experiencia de tu viaje y otros/as lo agradecemos, reconociendo lo que compartes.
Eres una guapa integral, Naiara.