El cuello de Fernando Alonso

controladora

 

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Digamos que soy una mujer más bien espigada y con un largo cuello. Ya sabéis, uno de esos cuellos esbeltos y delgados. Bonito, para que nos vamos a engañar. El caso es que últimamente, mi cuello se empieza a parecer más al de Fernando Alonso, que al de un cisne. Si corriera en fórmula 1 y mi cuello tuviera que soportar la inercia de los giros dados a velocidad vertiginosa, no me preocuparía, pero se da la circunstancia de que no es el caso. Mi cuello se está poniendo grueso y anda encogido, como si mis hombros quisieran tocar mis orejas, y la razón, lo dicho, no es la fórmula 1.

Entonces, os preguntaréis ¿qué le pasa al cuello? Resulta que la zona del cuello, la nuca y las mandíbulas, son zonas en las que se aloja mucha tensión. En ocasiones se debe al acto reflejo de apretar los dientes que nos provocan las situaciones de tensión de la vida, el estrés o las reprimidas ganas de soltarle un revés a alguien (léase el jefe, la pareja en un día tonto o la suegra). Pero además, esa zona oculta otro secreto del que alguna vez os he hablado de pasada: es la zona desde donde controlamos. Ahí, donde acaba la nuca y empieza el cuello, agazapadita, está una de mis DORAS favoritas: la controladora.

La controladora es la que se dedica a organizarnos la vida. Mide, calibra, evalúa y decide. Descarta y fija objetivos y quehaceres. Tiene una obsesión tremenda por el futuro, y traza y dibuja una y otra vez un destino imaginado para nosotros que se intenta ajustar al ideal que tenemos de vida. Aquella milonga que nos creímos cuando éramos niños (y no tan niños) de que las cosa iban a ser así o asá. Esa película que nos montamos de que a los taitantos íbamos a estar recorriendo el mundo con una mochila o rodeados de churumbeles en una casita en la playa o llenando estadios de fútbol con nuestra música mientras los fans nos tiraban bragas o gayumbos al escenario (al gusto del consumidor).

La controladora organiza, planifica, dibuja, diseña, establece, prioriza…y no lo hace mal, pero hay un pequeño detalle que se le escapa. Lo hace completamente ajena al fluir mismo de los acontecimientos; lo hace de espaldas a la vida.

La controlaDORA no permite que la vida suceda, sino que intenta que suceda tal y como ella la había imaginado, y claro, eso no pasa. No suele pasar. La vida, si me lo permitís, es mucho más campechana. Es más sencilla y clara. No busca grandes fuegos artificiales. No quiere complicarse la vida, simplemente nos manda algunas experiencias que nos vienen bien para aprender lo que toca. Y poco más. No tiene más aspiraciones que vivir, que disfrutar del momento y surfear las olas, lo que venga.

Sucede, muchas veces, que la controladora se topa de bruces con la vida. Ella, que llevaba meses planificando la fiesta de cumpleaños perfecta, y va la vida y te manda una salmonelosis encubierta en tus canapés que deja fuera de juego al personal una semana. Un desastre. ¡Joder con la vida!

Así que la controlaDORA, que tantas expectativas había puesto en el asunto, se enfada como una mona y culpa a todo el mundo de que aquello haya sido un completo desastre. Y se lía la marimorena.

Así nos pasamos la vida: proyectando y organizando (desde una excursión al monte hasta el futuro más brillante) para que luego llegue la vida y nos ponga todo patas arriba.

Lo cierto es que la mujer (la DORA, me refiero), no lo hace con mala intención. Detrás de cada uno de sus actos sólo está la voluntad de querer hacernos felices y de evitarnos (ella cree) sufrimiento. Porque detrás de un exceso de control se esconde muchas veces el miedo. El miedo a ser heridos, el miedo a fracasar, el miedo a la soledad. Ella intenta evitar que pasemos el trago, pero es peor el remedio que la enfermedad. Lo que tengamos que vivenciar, lo que nos toque transitar, vendrá, esté o no incluido en el blog de apuntesparaunavidaguay de nuestra DORA.

La vida no se puede controlar. La vida, sencillamente, sucede.

Un poco de controlaDORA siempre está bien para preservarnos y tener rumbo, pero en el momento en el que limita nuestra capacidad de adaptación, se enfada como una mona porque las cosas no han salido como quería o nos hace ir a trompicones por el camino que ella cree que es el mejor dando de lado a otras opciones que la vida nos está regalando sin que nos cueste esfuerzo, empieza a ser más prescindible que útil.

Cuando la controlaDORA se empecina, se nos carga el cuello, las mandíbulas se tensan y nos parecemos más a Fernando Alonso que a un cisne, y además de ser un incordio, puede darnos un dolor de cervicales y de cabeza que ni te cuento.

Vale. Tranquilos. Supongo que a estas alturas ya estaréis todos tocándoos la nuca a ver cómo está el tema. Bien, pues tengo que deciros, para vuestra tranquilidad, que existe un antídoto contra la controladora. Se llama confianza, pero mejor os lo cuento en otro post.

 

La culpa de todo la tiene la vecina del quinto

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¿Quién tiene la culpa? Sin duda, el estado, que limita día tras día mis derechos y pisotea mi dignidad. La culpa la tienen los políticos de turno, que son todos unos chorizos, unos ladrones y unos farsantes. La culpa de todo la tiene este sistema implacable con los de abajo y generoso con los de arriba. Ellos tienen la culpa. Todos. Y también el abusón de clase, ese que me ponía la zancadilla en cada recreo. La culpa la tiene mamá, claro, que no me enseñó a ser libre. La culpa la tiene la vecina del quinto, que cuelga la ropa mojada para que gotee encima de mi tendedero.

La culpa, en definitiva, la tiene todo pichipata menos yo.

La tienes tú. Sí, tú que estás leyendo. Y Mariano Rajoy. El señor Bárcenas y mi panadera. Todos sois culpables, malditos, de que yo no sea feliz. Y punto.

(intensa inspiración)

Lo hago, sí, lo hago constantemente y os mentiría si os dijera que cuando no soy feliz, cuando, sencillamente, no me encuentro bien conmigo misma, culpo a todo el universo de que eso ocurra. Maldigo, blasfemo y echo bilis por la boca. Dejo que me lleven los mil demonios de paseo. Me enroco en el seránhijosdesumadre y destrozo mi hígado con rabia y rechinar de dientes.

Lo hago. Lo reconozco. No he sido imbuida por el espíritu de Buda.

Aunque he de reconoceros que sé, que en lo más hondo de mi corazón sé (a veces muy a mi pesar) que ellos no tienen la culpa y que la única responsable soy yo. Yo soy la única capaz de decidir si quiero o no quiero ser feliz. Y no hay más.

Esto me genera dos sensaciones encontradas. Por una parte la pena de no poder seguir culpando al universo de mis penurias. Es mucho más fácil culpar al otro, aunque esto tiene una contrapartida; uno nunca crece, se queda siempre en el berrinche del niño y no coge las riendas de su vida. La otra sensación, por el contrario, es la de sentir la libertad de poder incluso decidir si quiero ser feliz. Da miedo, os lo aseguro. Saberse libre para ser feliz da vértigo y aterra.

Y os voy a hacer una confidencia, así, hablando bajito para que nadie lo escuche: yo no sé si estoy preparada para ser feliz. Todavía, creo, no he decidido coger del todo ese camino.

No penséis que no hay convicción. La hay. Lo intento cada mañana, pero muchas sigo cayendo. Tropiezo y caigo. Culpo y me enojo.

Husmeando en las razones de esos tropiezos me he dado cuenta de que la razón última suelen ser mis propias limitaciones. Últimamente cada vez tengo más conciencia de ellas, de la cárcel que me he ido construyendo todos estos años con mucho mimo, decenas de prejuicios, un buen puñado de creencias y muchísimos miedos.

Es algo así como una cajita de cristal invisible al ojo humano pero que limita todos mis movimientos. Cada uno de los pasos y decisiones que tomo en la vida vienen determinados por esa amalgama de limitaciones que me componen.

Hasta ahora no era consciente de que estuvieran ahí, de que determinaran tanto cómo y hacia dónde ando, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte empiezan a ser visibles y a pesarme como una losa.

Son muchas las creencias y miedos. Y muy variopintas. Hay una buena ración de “no merezco”,  una gran parte de “no lo conseguiré”, algunas buenas dosis de “qué pensarán papá y mamá” y muchas anclas viejas, a las que ni siquiera sé ponerles nombre pero que siento tiran de mí para abajo y hacen de este viaje algo mucho más pesado de lo que debería ser. No voy a entrar en materia, ya tendremos tiempo y espacio en próximos encuentros, pero sí que quería compartir esa sensación que acabo de descubrir de sentirme atrapada en mí misma. Limitada por esos miedos y creencias. Por un personaje, que no soy yo.

Y sí, puede parecer  a priori que la culpa la tienen el estado, los políticos chorizos, el sistema, mamá o la vecina del quinto, aunque (llamadme loca), tengo la sensación de que la única responsable soy yo y lo que año tras año, y sin darme apenas cuenta, he ido interiorizando de los prejuicios, miedos y limitaciones del sistema, del estado, del capullo que me ponía la zancadilla cuando era pequeña y de la vecina del quinto.

El profe me tiene manía

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Cuántas veces hemos pensado que el mundo conspiraba contra nosotros: “es que todo me sale mal, es que ya no sé qué hacer, es que parece que me ha mirado un tuerto”…etc, etc, etc…

Sucede, en no pocas ocasiones, que parece que el profe nos tiene manía y que el universo se ha puesto en contra de nosotros para hacernos la vida imposible.

¿Te suena, no? Vale. Vamos a hacer un ejercicio.  Lo primero, para. Cierra los ojos y siente la inmensidad del universo. Siente el sistema solar;  sus planetas y satélites girando. Sus asteroides y sus agujeros negros. Siente el cielo y sus estrellas. Siente el enorme universo, profundo, colosal, inabarcable. ¿Lo tienes? Vale.

Y ahora, te lanzo una pregunta: ¿sinceramente crees que el universo, en su enormidad, está día tras día conspirando para hacerte a ti, diminuto ser, insignificante pulguita, la vida más difícil? ¿En serio crees que hay un complot judeo- masónico para torturarte día tras día y llevarte a la máxima expresión de sufrimiento? ¿De verdad lo piensas?

Seguro. Fijo que hay reunión de asteroides para determinar las siguientes zancadillas para hacerte la vida más difícil. Seguro que estás el número uno en la lista de prioridades del Club de Bildelberg.

¡Sí hombre!, no tiene otra cosa más importante que hacer el universo que hacerte a TI la vida imposible.

Y, sin embargo, a todos nos pasa. Una o muchas veces sentimos que todo está en contra, pero  ¿qué hay detrás de esto?

Pues sencilla, y llanamente, una de las DORAS más potentes que existe: la víctima.

La víctima es la excusa perfecta para no hacernos responsables de nuestra vida. Es algo así como el perfecto pretexto para seguir culpando al mundo, al universo, al jefe, a la pareja o la vecina del quinto, de que las cosas no marchen bien.

Sencillamente es más cómodo responsabilizar al resto del mundo de que no somos felices que a nosotros mismos. Es más fácil, porque esa actitud no nos obliga a mirar dentro de nosotros las conductas que hacen que una y otra vez tropecemos con la misma piedra.

Esa piedra está ahí puesta para que aprendamos. Para nada más. Y si se repite, es porque la lección todavía no está aprendida. No es que el profe nos tenga manía, es que la vida nos está dando una y otra vez la oportunidad de aprender la lección. A pesar de que nos pongamos testarudos y tozudos, nos das infinitas posibilidades de presentarnos a la reválida ¿No es increíble?

Ese universo contra el que juramos en ocasiones por ser despiadado, nos da una y otra vez la oportunidad de aprender.

Y me podréis decir, ya, pero es que yo no quiero estar aquí. Bueno, pues quizá es lo que toca. Precisamente, lo que más nos cuesta, el sitio que más incómodo nos resulta, suele ser el que más nos catapulta en la vida, el que mayor aprendizaje encierra.

Así va el tema, ni más ni menos.

Habrá quien piense que su vida ha sido un horror. No le quito razón. Hay circunstancias que nos han pasado que son duras, es así.

Sin embargo, frente a eso, pueden adoptarse dos posturas muy claras y diferenciadas.

La primera es enrocarse en la herida. Me pongo la capa de víctima y clamo al cielo por pedorro durante el resto de mi vida. Y más aún. Utilizo la excusa de haber sido dañado como salvoconducto para hacer lo que me dé la gana, incluso para ser un tirano. Es la justificación para todo; “como me han hecho daño y estoy herido…”

La segunda es mucho más sana. Si algo doloroso ocurre, lo siento, me meto de lleno en el dolor, lo atravieso, lo transito y de pronto, cuando más insoportable parece, todo se desvanece, y el dolor es un recuerdo. Y la herida ha cerrado. Queda la cicatriz, claro, ha ocurrido, pero la herida está curada.

Y cuando se opta por la segunda opción, se aprende. Si se le pregunta al universo “para qué”, en vez de “por qué a mí”, él nos dará una respuesta. La vieja que habita en nuestro interior nos dará una respuesta.  Y entenderemos cuál era el aprendizaje.

Y entonces sí, entonces nos daremos cuenta, de que el profe, efectivamente, no nos tenía manía.

P.D: Gracias a Carmen por darme las pistas y a Mónica por poner nombre a esta post.

Matar a las Doras

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Me cuenta una amiga que calza una buena ración de Miss Perfect que tiene ganas de poner a la señorita en un tren rumbo a muy lejos y perderla de vista para siempre.

Sí, es cierto que lo primero que le nace a uno de las entrañas es mandar a paseo a sus Doras y no verlas nunca más ni en pintura, pero la cosa no funciona así. Las Doras, nos guste más o menos, son parte de nosotros. Mandar a paseo a la señora sería tanto como amputarse una mano.

No se trata de matar a las Doras. Además, eso es sencillamente imposible. Cuando uno intenta ocultar, aniquilar, borrar o hacer desaparecer a su Dora, ésta, sencillamente, se hace más fuerte. Es como subir la música para no escuchar el ruido que hace el vecino. Podemos no oírlo, pero el ruido, sigue ahí. Más aún, si intentamos hacerle una aguadilla a nuestra Dora, lo más probable es que está salga del agua con más fuerza, y encima, enfadada por la jugarreta. Intentar negarla, es tanto, insisto, como hacerla más fuerte.

Además, aunque nos parezca mentira, cada una de nuestras Doras tiene un por qué, y nos ha sido muy útil en algunos momentos.

Es cierto que mi Miss Perfect puede ser un auténtico peñazo en muchas ocasiones. Me ha llegado a agotar, a llevar al límite, ha hecho que me boicotee a mí misma en muchas ocasiones y que no valore algunas de mis hazañas, pero ha sido ella, precisamente, el motor de muchas metas alcanzadas. Ha contribuido a que haga, a que no me quede esperando a que las cosas pasen. Le ha puesto ganas y mimo a algunos menesteres que he tenido entre manos. En ocasiones, mi Miss Perfect, me ha echado algo más que un capote.

Entonces ¿qué hago con mis Doras más incómodas?

Se trata, primero, de reconocerlas. Verlas es el primer paso para que no sean ellas las que lleven las riendas. Sólo con el mero hecho de coger distancia y no identificarnos plenamente con ellas, sino viendo que es una parte nuestra, la Dora, ya se modifica. Mi Miss Perfect, por ejemplo, se reblandeció sólo por el hecho de ser descubierta, algo se modificó en ella.

A las Doras les va bien que les demos espacio. Una vez detectadas, puede incluso, que a veces tengamos que dejar que cojan ellas el timón. Lo interesante, entonces, será ser conscientes de que están al mando y de que nosotros hemos dado un paso atrás. Cuando esto ocurre, como a todo en la vida, es bueno ponerle una pizca de humor: “mira, ya está la tía esta con la matraca de que puedo hacerlo mejor”, piensas, y activas el modo sonrisa. Y le dejas: “Vale, vamos a mejorar esto un poco, pero sólo un poco más”.

Y ahí va otra clave: negociar con ellas. Dejarles hacer, pero poniendo un límite, para que no nos agoten.

Poco a poco algo mágico ocurre. La petarda de la Dora en cuestión ya no es tan petarda. Le hemos mirado a los ojos y quizá hayamos reconocido cuál es su miedo, su herida, por qué, por ejemplo, necesita ser tan perfeccionista. Y empatizamos con ella. Y la miramos con más ternura. Y, voilá, algo vuelve a cambiar. La Miss Perfect ya no es tan dura, ni tan exigente.

Se siente reconocida. Vista, valorada. Y nos devuelve la sonrisa.

Y aquí llega el momento más increíble. Que uno empieza a amar a sus Doras. Y empieza a ver que no eran tan terribles. Que simplemente han intentado protegernos del mundo, de lo que ellas consideraban que era una amenaza.

Y el lado oscuro, ya no es tan oscuro. Y ya no queremos montar a nuestra Dora en un tren rumbo a Tombuctú.

 

Miss perfect

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Os la presento (a Miss Perfect, claro). Ella es alta, más bien espigada. Lleva el pelo recogido en un moño alto, jersey de cuello vuelto y falda de tubo; además de unas gafas de pasta que le caen estratégicamente hasta el puente de la nariz cuando necesita mirar a alguien por encima de la montura y asesinarlo con un rayo exterminador que sale de sus ojos.

Parece que de pequeña se tragó una escoba (o entro por alguna otra parte de su cuerpo) por lo que anda estirada como una vela y en su mano derecha tiene una fusta que usa con los demás, pero sobre todo con ella misma.

¿Os hacéis una idea, no? Un híbrido entre la Señorita Rotenmeyer y una sádica despiadada.

Sí, así es Miss Perfect y con ella convivo hace ya demasiado tiempo.

En el post anterior abrimos una caja, mi particular caja de panDORAs, y ella, es una de esas mujeres que habita en mí y que en ocasiones me hace la vida insufrible.

Miss Perfect es una perfeccionista extrema. Es esa voz que se oye en ocasiones y que dice cosas del pelo de: “esto es una mierda” o “no vales nada” o “lo puedes hacer mucho mejor”.

No hablo del espíritu de superación que nos hace seguir caminando y haciendo mejor las cosas en el día a día, no. Hablo de una tirana que jamás está satisfecha con lo que hacemos. Critica nuestro trabajo, cómo nos relacionamos con los demás, cree que tenemos que estar más guapas, ser más altas o tener los ojos más azules. Pide lo imposible y jamás, nunca, está satisfecha.

Si le das una estrella, te pedirá la luna y si no le paras los pies a tiempo, es capaz de llevarte al máximo agotamiento, de sacarte hasta la última gota de sangre para conseguir llegar a una meta imposible de alcanzar.

A mí me tiene frita la señora. En mi caso, todavía le permito sacar la fusta y mantenerme a raya muchos días, lo que hace que mi capacidad de gozar de la vida se limite. Y mucho.

Ella mantiene viva esa sensación perenne de que podíamos haberlo hecho algo mejor, de que lo que estamos dando al mundo, no es suficiente. Es como si le hubieran inoculado el virus del inconformismo para con ella misma.

No creáis que tengo mucha idea de cómo limar asperezas con la susodicha, aunque atisbo algunas pistas que creo me llevarán a buen puerto.

La primera es una sensación de que lo que en verdad esconde esta tremenda mujer es una inseguridad directamente proporcional a la severidad que se/me aplica.

Esa obsesión por mejorar no deja de esconder una falta absoluta de seguridad en sí misma, en lo que  hace y en los múltiples recursos y herramientas que tiene (que son muchas).

¿Miedo? Es probable.

Quizá miedo a no ser aceptada y querida por los demás si no hace lo que cree que se espera de ella (que es mucho, claro).

Y llegados a este punto es donde os propongo un antídoto contra vuestra Miss Perfect particular: la aceptación. La madre de todos los corderos.

Aceptarnos. Aceptarme. En toda su amplitud. Incluido, por supuesto, el lado oscuro. Aceptar mi  mala leche, mis manías, y comeduras de tarro. Aceptar mis traspiés y mis tremendas meteduras de pata, incluso la más gorda, sí, esa que sale en la cena de navidad, año tras años, y nos tiñe de rojo- berenjena los mofletes.

Aceptarme sin miedo a ser rechazada por ser como soy. Y si alguien lo hace, será probablemente una persona que no sea capaz de amar sus propios errores.¡Al cuerno! No merece la pena.

Aceptar, en definitiva (y menos mal) que no soy Miss Perfect.

Las Doras

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Aparecieron de la noche a la mañana. Casi sin previo aviso (alguna se había mostrado alguna vez, pero nunca con tanta intensidad). Llegaron de repente y me pusieron patas arriba, descubriendo todo lo que había estado largos años ocultando al mundo, pero, sobre todo, a mí misma.

Yo las he bautizado como Las Doras, porque, aunque no todas, muchas comparten ese final…dora.

Os las presento: son controlaDORA, salvaDORA y dictaDORA. Hay más, pero éstas son las que últimamente me están dando la lata.

Este triunvirato interno tiene además una ubicación concreta en mi cuerpo. Estas tres doras se ubican en mi nuca, mi hombro izquierdo y mi hombro derecho respectivamente, creando una especie de triángulo; de mando teledirigido de mi vida que, por lo menos hasta hace poco, ha conseguido llevarme por derroteros un tanto tortuosos casi sin que me diese cuenta.

Es curioso, porque llevo años negándolas, pensándome de otra manera, creyéndome más libre, pero de pronto, y tras pasar por una mala época, las Doras han emergido de lo más profundo de mí a borbotones y ha sido imposible no verlas.

Lo mágico de este momento, que se me presenta como una oportunidad, es que ahora las oigo, las escucho gritar completamente desatadas, pero hay cierta distancia. Es decir, antes hacían lo mismo, pero yo pensaba que era yo y, simplemente, hacía lo que ellas decían. Me dejaba arrastrar.

Ahora no. Ahora las escucho gritar, dar órdenes, sugerir acciones, pero no es tan fácil que caiga en sus juegos. A veces lo hago, claro, uno no se reconcilia con sus Doras de la noche a la mañana, pero ya no es lo mismo. Existen otras posibilidad, hay más libertad de movimiento.

Aun así, todavía me sorprendo en ocasiones con el fusil en la mano y sin que haya trinchera, o ideando como mover los hilos de la situación, intentando que nada se me escape de las manos, o ambicionando salvar al mundo buscando que alguien lúcido se dé cuenta de la enorme bondad que hay en mí y me cuelgue la medallita de buena samaritana.

Es difícil, a ratos, pero no deja de ser curioso escuchar a mis partes ( que no dejan de serlo) y en ocasiones divertido ver cómo luchan, como dirigen y gritan, mandan, imploran, se desgañitan intentando conseguir que las cosas sean como ellas habían dibujado en mi mente.

Así que ahí estoy. Sintiendo como una gran multitud de mujeres que en definitiva me componen empiezan a dialogar entre ellas y a entenderse. Ahí está el reto. En eso, y en saber lo que necesita cada una de ellas para no volverme loca.

Y creo que he dado con otra clave importante: la alquimia. El arte de trasmutar cualquier metal (pesado en este caso) en oro.

Así que ha decidido que voy a negociar con mis DORAS y voy a invitarlas a que hagan algo mucho más útil para mí.

A mi controlaDORA le voy a pedir que sea mi organizaDORA. Sé que se le da bien eso de mantener las cosas en su sitio y seguro que es útil para mantener un orden en mí vida, pero eh! Sssh, Dora, con cariño, y sin intentar tener todo atado y bien atado, ¿vale? Vamos a ver si podemos confiar y dejar que las cosas fluyan.

A mi salvaDORA le espera algo delicioso, convertirse en sanaDORA. Otra Dora que ya está en mí (no se piensen que todas las DORAS son difíciles, muchas son facilitadoras). Le pediré que deje a la sanadora tomar poder y que, si tiene que salvar a alguien, quién mejor que yo misma.

Y a mí dictaDORA. Ay! La pequeña führer! Los quebraderos de cabeza que me has traído! A mi dictadora la voy a empapar en pan y azúcar. Le voy a enseñar que en ocasiones, la mano izquierda, es más útil que la sentencia.

(Que sepáis que mientras escribo esto, algo cambia, es el poder de nombrar las cosas, pura MAGIA)

Ya os contaré que tal van mis Doras…

 

La Vieja

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Dentro de mí vive una vieja. Y no lo digo sólo porque en ocasiones mis hábitos vitales se asemejen más a los de una mujer octogenaria que a los de una treintañera (que ocurre en no pocas ocasiones), sino porque en lo más profundo de mis entrañas, habita una vieja mujer.

No me atrevería a describirla físicamente, no la llego a ver del todo, lo que sí vislumbro con cierta claridad son sus ojos; cosidos de arrugas, profundos y sinceros, como un inmenso pozo de conocimiento adquirido durante muchos años (más de los que yo tengo), y un destello de vitalidad traviesa mezclado con un poso de inocencia, pero no infantil, sino madura, la que da el haber aprendido haciendo camino y soltando lastre.

Seguro que la habéis visto vosotros también, sentada al fresco en su silla de mimbre a la puerta de una  casa cualquiera de pueblo cualquiera.

La vieja me observa. Sigue mis pasos como quien ve caminar a un bebé que acaba de empezar a andar, sabiendo a ciencia cierta que, tarde o temprano, volverá a darse de bruces contra el suelo.

.-“Te la vas a dar, te la vas a dar”- advierte- y me la doy. Zaz! En toda la cara.

La vieja me observa, y desde hace no mucho tiempo, también me habla.

No penséis que oigo una voz nítida en mi cabeza que parlotea incesantemente, no. Es más bien una sensación de saber lo que tengo que hacer. Como una señal en el camino. Una señal clara, concisa: “por ahí”.

Y es que la vieja no duda, sabe. A diferencia de la cabeza que se mueve siempre entre dos opciones, mi anciana no duda. Es pura certeza. Simplemente sabe el camino y me lo indica. Aunque no para todo, y no siempre. No es tan fácil como: eh, vieja! Cuál es el número de la lotería que va a salir premiado?

No. Sólo la escucho cuando soy capaz de acallar mi mente. Cuando ralentizo. Cuando echo el freno de mano y escucho dentro. Y, seamos sinceros, eso no lo hago todos los días. Pero cuando ocurre, desde abajo, desde un sitio indeterminado que está debajo de mi ombligo, surge su “voz”. Nace la sensación que guía.

Y en ese momento no penséis que suena música de fondo y una brisa susurrante de aire cálido acaricia mi mejilla. En ocasiones la vieja se parte el culo de mí. Casi oigo las carcajadas y un “pobre diabla, no aprende ni a leches”

Pero a la vez que su enorme carcajada siento la inmensa ternura que le despierto. Un amor incondicional y puro. Y no me enfado con ella. Bajo la cabeza y la escucho.

La vieja es sabia. Sabe de paciencia y de procesos. Sabe que no puedo pedirle peras al olmo, ni insistir para que las cosas pasen como, cuando y como yo quiero.

Por eso, cuando me pongo tozuda y pataleo como una niña enfurruñada con la vida, la siento a lo lejos, mirándome, con esa medio sonrisa mezcla de sabiduría y dulzura, esperando, paciente a que me vuelva a dar de bruces contra el suelo. No para decirme, “ya te lo dije”, sino “ya lo sabías”.

Cada día la escucho más y mejor.

Hay quien la llama intuición, yo la llamo la vieja.

Yo, mi, me, conmigo

prima2

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Hoy reivindico el derecho a la soledad. No hablo de un onanismo antisocial exacerbado, no. Me refiero a la delicia y el arte de saber estar sólo y de disfrutarlo. En su justa medida y cuando es necesario.

Hay mucha gente que aborrece estar sola (y muchos de ellos ni siquiera lo saben). Llegar a casa, cerrar la puerta detrás de uno y escuchar el silencio puede ser un suplicio. De ahí que haya quien tarde menos de lo que canta un gallo en encender la tele o poner la radio: ruido, anhelado ruido para tapar el desasosiego interno.

A mí me pasaba. Tenía la necesidad de  llenar el tiempo, de hacer cosas, de estar con gente. Vamos, que lo mismo me daba por hacer un curso de macramé, que uno de pintar acuarelas con los pies. La cosa era no parar. No parar y no estar sola, porque es en esos momentos, cuando hay espacio para el silencio, cuando emergen  los miedos y los fantasmas. La soledad invita a mirar para dentro sin máscaras, a calzón quitado, y en ocasiones, cuando uno se mira al espejo no le gusta lo que ve  (y no hablo de las patas de gallo).

Conocerse y aceptar lo que hay es el primer paso para disfrutarse. Así, escrito en una frase, puede parecer moco de pavo, pero no lo es. O no lo fue por lo menos para mí. En mi caso, meterse dentro implicó ver aquello que no mostramos, que no nos gusta, que ni siquiera sabíamos que estaba.  Mirar a la cara a tú ogro particular no es plato de buen gusto, pero eso sí, una vez visto, es más fácil de llevar.

Conocerse, lado oscuro incluido, es un paso fundamental para poder estar a gusto con uno mismo, y por ende, con los demás. Y cuando uno empieza a estar bien solo, algo le pide que se dé más espacio.

A veces es difícil porque no es algo que se estile  en esta sociedad. Se lleva más el modo me apunto a un bombardeo.  Ante un contundente “quiero estar sola” muchas veces la respuesta es “¿Estás bien? ¿Te pasa algo? ¿Quieres que charlemos un rato?

El querer está solo se entiende como un síntoma de que algo no va bien. Todo lo contrario. La soledad es muy saludable. Incluso si se busca porque hay un problema, tristeza o una dificultad;  darse tiempo para hacer la digestión o para procesar la emoción, es bueno.

No nos cuesta responder a una llamada de teléfono, a una invitación para ir de paseo al campo, de cena con los amigos, pero si quien llama a nuestra puerta somos nosotros mismos… puff…en ocasiones nos cuesta recoger el guante.

El imán interno tira, como lo hace el externo, y responder a su llamada es útil. Estar con uno mismo ayuda a reponer fuerzas, a hacer balance, a procesar y digerir experiencias y emociones; ayuda  a recoger la cosecha de lo sembrado y a enderezar el rumbo cuando a uno le ha podido la inercia.

Es útil y es una gozada.

Yo estoy empezando a disfrutar de estar sola. Me ha costado años darme el espacio que necesito porque me daba miedo. Tenía miedo de mí misma.

Ahora practico, cuando así lo siento, el arte de estar sola, y lo disfruto.

En el silencio, creedme, hay muchos secretos ocultos sobre uno mismo y encontrarlos increíble. En el camino seguro que encontráis vuestro Darth Vader particular, pero también a vuestro Anakin Skywlaker.

Y además, si hay alguien con quien vas a estar por narices el resto de tu vida eres tú mismo. Más te vale empezar a llevarte bien.

 

 

 

Un grano en el ascensor

Imagen grano

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A veces me sorprendo sacándome un grano aprovechando la estupenda luz blanca-nuclear del ascensor de casa. Subo los tres pisos con las bolsas de la compra entre las piernas, alguna manzana rodando por el suelo del elevador, agotada tras un día de “nopararniparamear” en el curro.

La vida no es como me la contaron. Y no hablo sólo de sacarse los granos en el ascensor, no. Hablo de la asumida rutina, de los días grises que a veces uno acumula en el calendario, de los momentos insípidos e insulsos que invaden las horas, los días, las semanas.

Pesan. Pesan muchas veces como losas y provocan que se repita en mi mente la misma pregunta; ¿esto es la vida? No es lo que me contaron, ni lo que me había imaginado.

Lo cierto es que una, que se creía especial porque se lo repitieron hasta la saciedad, pensaba que la suya iba a ser una vida diferente. Mágica.

Demasiadas películas con final feliz, demasiadas promesas de momentos irrepetibles, demasiados anuncios de sonrisas profident y camisas blanco inmaculado.

Y claro, pasan los años, y ese vuelco celestial que esperas, no llega.  Ni se le espera.

¿Dónde están las explosiones de colores? ¿Los encuentros casuales que ponen patas arriba el destino de una? ¿Cuándo van a empezar a sonar los violines de fondo mientras cabalgo en mi caballo blanco con el cabello al aire y la brisa susurrándome al oído?

Sí, me lo creí. Que le voy a hacer. Pensé que esto era más fácil y especial. Pensé que la vida era pura adrenalina y promesas cumplidas.

Pero no. Van pasando los años y no ocurre nada de eso. Y una sigue acumulando en su biografía momentos desechables por fascículos.

Hace unas semanas, meses quizá, que me he dado cuenta del embrollo. Tras pasar por la fase de “me-enfado-como-una-mona” he bajado los brazos (o estoy en ello) y he dejado de luchar con mi realidad.

Empezar a aceptar lo que a una le toca o lo que, consciente o inconscientemente, una ha elegido tiene muchas ventajas.

La primera, aunque puede parecer obvia, es que una empieza a vivir su vida. Sí. Coge el volante con ganas y fija la mirada en su horizonte. Deja de mirar a diestro y siniestro para ver cuál es la vida que no está viviendo y empieza a meterse de lleno en la suya.

Y, ¿qué pasa? Pues que empiezas a disfrutar más. Es lo que tiene estar aquí y ahora, y no allende los mares en un lugar prometido por una sociedad que anhela que nunca lleguemos a ser felices con lo que tenemos.

Yo ando ahora caminando por la vida. La mía.

Y lo precioso del instante es que estoy empezando a disfrutar y a disfrutarme.

Cuando uno acepta la vida que le ha tocado vivir también empieza a degustar los pequeños momentos. No las explosiones de colores ni los instantes con banda sonora incorporada, no. Sino los pequeños y perfectos instantes.

Hablo de un café al sol compartido con un buen amigo. De una caña robada al tiempo y regada con unas buenas carcajadas. Hablo de un libro devorado una tarde de domingo. Hablo de disfrutar incluso del viaje al tercero en ascensor; con las bolsas de la compra entre las piernas y una manzana rodando por el suelo. Hablo de disfrutar sacándose un grano aprovechando la estupenda luz del ascensor.

Hablo de convertir lo ordinario en extraordinario. De los pequeños instantes. De esos que, de verdad, cosen la vida.

Pan blanco

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El otro día fui a la panadería a comprar, como de costumbre, mi hogaza de pan de espelta.

.-Buenos días – dije risueña- un pan de espelta, por favor

.-No me queda (apuntó la dependienta)

.-Buenos, pues uno de centeno (le dije con la sonrisa más desdibujada)…

.- Tampoco hay

.- ¿Multicereal? (la sonrisa había volado)

.- Tienes pan blanco o chapata…

¿¿¿¿¿En serio???? Esta tía me está tomando el pelo.  Así que, con las mismas, cogí la puerta y me fui. Pan blanco, dice la tía…

Asumámoslo: nos cuesta cambiar de hábitos.

No hablo solo, evidentemente, de comprar pan blanco o de espelta, claro. Mi trágico suceso en la panadería es sólo un ejemplo de lo mucho que nos puede llegar a costar salir del camino marcado.

Nos cuesta asumir los cambios. Desde los más pequeños y, a priori, insignificantes, hasta los grandes cambios.  Somos animales de costumbres, y a veces salirnos de la cómoda inercia y del guion nos supone, no sólo una enorme resistencia, sino un cabreo monumental.  El cambio puede llevar  implícito un enorme desgaste físico y emocional (sobre todo si hablamos de un cambio con enjundia).

Moverse fuera de la zona de confort  supone quitar el modo automático y pensar, improvisar, coger las riendas y girar, cambiar de sentido.

Nos cuesta cambiar porque eso nos supone un desgaste, y un reto en muchos casos. Supone abrir nuestra caja de herramientas y buscar alguna llave, algún instrumento que nunca antes habíamos utilizado en la vida.

Nos cuesta, sí, pero es ahí precisamente, fuera de esa zona de confort, donde más aprendemos.

Hace unos meses que “sufrí” un cambio en el trabajo. Lo primero fue la negación: que no, que no, que no…que esto seguro que es reversible; tiene que haber algún modo de dar marcha atrás.

Es el modo enrocado. La resistencia que ponemos a los cambios suele ser consecuencia de nuestro miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a no saber hacer. Miedo a fracasar.

Es el primer paso: la resistencia.

A la resistencia suele sumarse el “por qué a mí”. Te invade una sensación de injusticia y crees que el universo entero está conspirando contra tu persona (como si el universo no tuviera otro pito que tocar).

Tras revolverme como una sanguijuela durante un tiempo (con el consiguiente desgaste físico y emocional) empecé a aceptar que el cambio había llegado para quedarse.

Aceptar implica dejar de luchar, asumir, bajar los brazos. Y cuando uno se relaja, las cosas cambian y fluyen. Lo que en principio era tortura empezó a ser una oportunidad.

En el camino del cambio he ido encontrando recursos que no sospechaba ni que tenía, nuevas maneras de hacer y, sobre todo, un horizonte con muchas más posibilidades.

Parece que nadie, excepto yo misma, estaba conjurando contra mí.

Estos días asisto perpleja y ojiplática a la resistencia al cambio de todo un sistema. Algo se ha movido. Algo, que todavía no tiene una forma del todo definida pero que ya anuncia una manera diferente de hacer las cosas en política. No hablo de unas siglas, ni de una opción, sino de una manera de construir. Era algo que se estaba cocinando a fuego lento, de manera latente, y que empieza a manifestarse.

Veo a muchos asidos con uñas y dientes a una estructura obsoleta que lleva tiempo resquebrajándose por mil grietas. Están  todavía en el modo enrocado: en el “no, no, no, seguro que esto es reversible”

Más les vale empezar a aceptar y subirse a la ola. Lo digo por experiencia. Lo otro, sólo les va a traer más desgaste y muchos disgusto.

Por cierto, ayer hice mi propio pan. A veces hay que mancharse de harina hasta las orejas y hacer lo que todavía no está hecho.