¿Quieres que te lo cuente? Dale al play.
El otro día me sorprendí retozando en la mierda. Bien pringada: desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último cabello estaban impregnados de mierda. Porquería mental a la que le di alas y en la que me sumergí gustosamente al grito de ‘pobre de mí’.
Retocé un rato, no os creáis. Me hice un ovillito en el sofá, me cubrí con una manta y me sacudí afanosa y desbocadamente en mi mierda un ratico largo.
Estaba yo bailando con mis desgracias cuando me di cuenta de lo adictivo del retoce, de esa inercia que tenemos en ocasiones y por la que reproducimos en cadena pensamientos nocivos e hirientes reiterativos sin que nos lleven a nada. Al mero placer de hacernos daño.
Lo cierto es que cuando se está dentro es difícil salirse de la cadena. Una, que es dada a la nostalgia y al melodrama,tira para delante como si de una carrera se tratara y sin darse cuenta llega al momento de su muerte y se ve a si misma tirada en un catre apolillado, triste y sola.
Saltan todos los resortes y programaciones, los miedos, las culpas…en una suerte de amalgama de límites desdibujados de la que es difícil de apearse.
Cuando te has bajado en el andén de la desesperanza y abres los ojos resulta que no hay catre, ni polillas. Estás en el sofá de tu casa, con un montón de libros mirándote y esperando a ser devorados, varios whatsapps de gente a la que quieres y te quiere y tu gata mirándote mientras piensa ‘qué mosca le ha picado a esta’.
Con tiempo y ayuda te das cuenta de lo retorcido del tema y te preguntas por qué te haces tanto daño. El asunto da para una tesis doctoral y lleva años de enmarañe, pero quiero compartiros un par de nudos.
En mi caso detrás de la fusta hay una creencia como la catedral de Burgos que asegura que ‘nada es fácil’. Hay muchas modalidades: ‘la letra con sangre entra’, ‘la vida es difícil’, ‘las cosas cuestan’…etc. Al gusto del auto-torturado.
Todas esas frasecitas que nos han dicho de pequeñas y, que se nos han colado hasta el tuétano, nos condicionan mucho más de lo que pensamos y sentimos. Son como un resorte inconsciente que se enciende y nos hace virar el barco sin que sepamos si quiera por qué lo estamos haciendo. La consecuencia en mi caso es que si las cosas se ponen fáciles me pongo a hacer malabares como una loca para complicarlas. Si yo creo, consciente o inconscientemente, que las cosas son de una manera, removeré cielo y tierra para que así sean. Buena soy yo.
Otro nudo (que merece un capítulo aparte) es la dureza con la que me trato. Ese dedito acusador que nos sacaban cuando éramos pequeños y que acompañaba a la regañina, también campa a sus anchas por las células y capas epidérmicas de mi cuerpo. Es decir, si algo ‘malo’ me pasa en la vida es que no soy lo suficientemente buena para que me pase otra cosa. Algo he hecho mal. Tengo tara, de serie, así que me toca castigo.
Y no se trata de echar balones fuera. En la vida llega lo que toca transitar y, sin embargo, lo que toca tiene tantas interpretaciones como ojos lo miran. La misma realidad leída de otra manera puede ser, si me apuráis, un golpe de suerte o una desgracia.
Cambiar la mirada y cambiar lo que nos contamos de nosotros mismos, lo cambia todo.
Ahí lo dejo. Me voy al sofá a leer.