Los ovocitos de la abuela

Congerdesing

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Se llama Agustina. Tiene 93 años y es mi abuela.

Si alguien, al pensarla, tiene en la cabeza la imagen de una cariñosa abuelita que hace galletas con canela los domingos,  que vaya reseteando. Mi abuela no es así. Es terca como una mula. Cabezona y mandona. Es, digamos, una abuela con carácter. Y yo la adoro.

Estos días ha estado en el hospital. Ha tenido un problema en las tripas (así lo dice ella), y aunque parece que no era nada grave, a los 93 años una ya está más cerca de llegar a la última estación, así que, la verdad, me he asustado.

Ahí ha estado, en el hospital. O no. Porque no sé si será por los medicamentos, o por puro aburrimiento, pero a mi abuela le ha dado por afincarse espacialmente en el pueblo y no había manera de que entendiera que está en la ciudad, en una habitación de hospital. En la cama.

Así que se pasa los días diciéndonos que bajemos al piso de abajo de la casa, que subamos unos chorizos para “esa pobre gente” (los vecinos de habitación), que llevan todo el día sin probar bocado. A mí, personalmente, me ha mandado a por vino varias veces, me ha dicho que baje al piso de abajo a ver si ha llegado la tía Ascensión (que lleva ya unos añitos transitando por el otro barrio), que baje a Santo Domingo a por unos corderos para asar y que compre unos pastelitos de postre…En fin, que si le llego a hacer caso, hemos dado de comer este domingo a toda la planta sexta del hospital.

Viaja ella en el tiempo, sin máquina ni nada, y te cuenta una y otra vez como el novio de la Candelas le metía fichas y como ella le decía: “otra mejor que la Candelas no vas a encontrar”. “Menos mal que me hizo caso”, me cuenta. Debía ser un hombre poco desenvuelto.

Cuenta también cómo de niña repartía leche por las calles de Logroño; cómo la aguaba, cogiendo agua de una fuente con cabezas de leones, y cómo, con lo que sacaba de más, se compraba un cucurucho de caracolillos. “¡Qué eran otros tiempos!”, me dice, y “no había perras”

Y cuenta cómo llegó la guerra y cómo en un año se murieron las 19 vacas que tenía su padre y cómo se fueron al pueblo a doblar lomo para sacarse las habichuelas.

Y mientras cuenta y cuenta, con una verborrea incombustible, entra un celador para ayudarme a ponerla en la silla: “¿Tú no serás el hijo del Lechugas?”- le pregunta. ¡Abuela, qué estamos en el Hospital!- le digo- pero ella prefiere seguir de viaje. Es más divertido.

No le gusta la comida del Hospital. “No le ponen ni sal ni ná”, me dice.

Así que cuando intento que se la coma, para que le quiten el suero, me suelta: “¡Tú mandas mucho! Y le replico :“¿A quién habré salido abuela?.

Porque sí, es cierto. Ella tiene carácter. Yo también. Mucho.

Así que miro hacia arriba. Hacia mi linaje de mujeres. En línea recta. Y me cuentan de mi bisabuela que era una buena mujer. Muy apañada y cariñosa. Y veo a mi madre, que ha luchado como una jabata por sus hijos. Que tiene risa contagiosa. Que, a ratos, cuando ha dicho algo ‘inconveniente’, sigue poniendo cara de pilla. Y yo me la imagino con 5 años, con esos mismos ojillos. Y me rio.

En algo, claro, me parezco a todas ellas.

Y me entero, además, que dice la ciencia que la abuela materna es la responsable de la transmisión genética. Parece que muchos de los comportamientos y sucesos vitales provienen de ella.

Alejandro Jodorowsky dice: «La abuela materna es la clave a la hora del traspaso de información genética y de programas. Resulta que cuando ella estaba embarazada, el feto ya tiene los ovocitos formados. Uno de estos óvulos, llevará el nombre de su nieto. Así que ese óvulo lleva la información de la abuela».

Quizá, abuela, el ovocito del carácter, por no decir mala leche, me lo legaste tú.

Sea como sea. Las miro a ellas y pienso: bendito linaje el mío. Benditas mujeres. Benditos vientres los vuestros, que nos trajeron uno a uno. Que dieron continuidad a la estirpe.

Mujeres bellas. Mujeres comprometidas y fuertes. Algunas más cariñosas que otras. Otras con más carácter. Lo pudieron hacer mejor o peor, pero lo hicieron: sacaron a la camada adelante.

Hoy os quiero honrar a vosotras. A todas. Por lo que fuisteis y sois, soy. Así que, de corazón, gracias.

A brillar se ha dicho

By Iruñako

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Lo había leído mil veces. Muchas. Me parecía un texto precioso. Lo entendía, lo compartía, pero no lo sentía. No me había atravesado el cuerpo a golpe de escalofrío. Ahora sí.

Hablo de un texto de Marianne Williamson que utilizó en su día Mandela y que defiende que lo que más miedo nos da en la vida es nuestra propia luz; brillar.

Y es cierto. Nos atemoriza. Nos da pánico situarnos en el espacio que nos corresponde, en el lugar al que hemos venido a estar. Nos atemoriza, en parte, porque eso implica hacerse cargo al cien por cien de lo que es nuestro. De lo mío.

Hacerse cargo de uno mismo supone asumirlo todo: lo acertado y lo desatinado de nuestra vida. Lo certero, sí, pero también los pisotones que vamos dando en ocasiones a los que caminan a nuestro lado. Nos cuesta tanto lo uno, como lo otro. Hay quien rehúye sus aciertos y progresos. A veces por inseguridad o por una excesiva autoexigencia y deja pasar la oportunidad de felicitarse por lo bien que lo ha hecho.

Pero, sin duda, lo que más nos cuesta es aceptar los errores. Ahí somos maestros en poner a tope el esparcidor de mierda (leáse responsabilidades, culpas y disculpas) y marcharnos de rositas como si el tema no fuera con nosotros.

Ver la basura que uno lleva a cuestas no es cómodo. Nunca lo ha sido.

Asumir el 100%. Esa es la cosa. Sabiendo que cada gesto o pensamiento; todo lo que hacemos y decimos tiene una consecuencia y genera una onda de energía que le mandamos al universo. Y todo vuelve. Todo tiene una reacción.

Hacerse cargo, sin ponerse medallas y liberándose de la culpa, no es cosa fácil. Cuesta. Así que nos pasamos gran parte de la vida diseñando vericuetos mentales, trampas y laberintos en los que perder el tiempo, jugando, y si querer afrontar nuestro camino, siendo niños.

Y, sin embargo, la vida aprieta. Empuja. Nos va poniendo en situaciones incómodas para que sigamos andando. Nos enfrenta a aquello que nos va a hacer aprender para, finalmente, brillar.

En ocasiones no lo hacemos por no incomodar. Al que está al lado igual la cosa no le gusta. Dice Marianne Williamson que ‘no hay nada de sabiduría en encogerse para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras’. Solemos, ocurre, ir de puntillas, no meter mucho ruido. “Mejor que no se me vea, no destacar”.

Flaco favor les hacemos, porque cuando uno se coloca en su lugar, en su espacio, ayuda al resto a hacer lo mismo. Esa luz que brilla contribuye a que el resto encienda la suya propia.

Y flaco favor nos hacemos. Si, como siento, hemos venido aquí a aprender y a compartir, a reconocernos y ser, de la manera más genuina y franca con nosotros mismos, no nos hacemos ningún favor no colocándonos en el lugar que nos corresponde.

Hace poco que he sido consciente del miedo, del pánico que me da brillar. Hace poco que he visto la parafernalia que había montado para no hacerlo. ‘Mejor seguir jugando’, me decía.

Pero ya no. Toca, con amor y dirección, coger el camino. Toca brillar. Algo me lo pide dentro y algo me lo reclama fuera.