El cuello de Fernando Alonso

controladora

 

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Digamos que soy una mujer más bien espigada y con un largo cuello. Ya sabéis, uno de esos cuellos esbeltos y delgados. Bonito, para que nos vamos a engañar. El caso es que últimamente, mi cuello se empieza a parecer más al de Fernando Alonso, que al de un cisne. Si corriera en fórmula 1 y mi cuello tuviera que soportar la inercia de los giros dados a velocidad vertiginosa, no me preocuparía, pero se da la circunstancia de que no es el caso. Mi cuello se está poniendo grueso y anda encogido, como si mis hombros quisieran tocar mis orejas, y la razón, lo dicho, no es la fórmula 1.

Entonces, os preguntaréis ¿qué le pasa al cuello? Resulta que la zona del cuello, la nuca y las mandíbulas, son zonas en las que se aloja mucha tensión. En ocasiones se debe al acto reflejo de apretar los dientes que nos provocan las situaciones de tensión de la vida, el estrés o las reprimidas ganas de soltarle un revés a alguien (léase el jefe, la pareja en un día tonto o la suegra). Pero además, esa zona oculta otro secreto del que alguna vez os he hablado de pasada: es la zona desde donde controlamos. Ahí, donde acaba la nuca y empieza el cuello, agazapadita, está una de mis DORAS favoritas: la controladora.

La controladora es la que se dedica a organizarnos la vida. Mide, calibra, evalúa y decide. Descarta y fija objetivos y quehaceres. Tiene una obsesión tremenda por el futuro, y traza y dibuja una y otra vez un destino imaginado para nosotros que se intenta ajustar al ideal que tenemos de vida. Aquella milonga que nos creímos cuando éramos niños (y no tan niños) de que las cosa iban a ser así o asá. Esa película que nos montamos de que a los taitantos íbamos a estar recorriendo el mundo con una mochila o rodeados de churumbeles en una casita en la playa o llenando estadios de fútbol con nuestra música mientras los fans nos tiraban bragas o gayumbos al escenario (al gusto del consumidor).

La controladora organiza, planifica, dibuja, diseña, establece, prioriza…y no lo hace mal, pero hay un pequeño detalle que se le escapa. Lo hace completamente ajena al fluir mismo de los acontecimientos; lo hace de espaldas a la vida.

La controlaDORA no permite que la vida suceda, sino que intenta que suceda tal y como ella la había imaginado, y claro, eso no pasa. No suele pasar. La vida, si me lo permitís, es mucho más campechana. Es más sencilla y clara. No busca grandes fuegos artificiales. No quiere complicarse la vida, simplemente nos manda algunas experiencias que nos vienen bien para aprender lo que toca. Y poco más. No tiene más aspiraciones que vivir, que disfrutar del momento y surfear las olas, lo que venga.

Sucede, muchas veces, que la controladora se topa de bruces con la vida. Ella, que llevaba meses planificando la fiesta de cumpleaños perfecta, y va la vida y te manda una salmonelosis encubierta en tus canapés que deja fuera de juego al personal una semana. Un desastre. ¡Joder con la vida!

Así que la controlaDORA, que tantas expectativas había puesto en el asunto, se enfada como una mona y culpa a todo el mundo de que aquello haya sido un completo desastre. Y se lía la marimorena.

Así nos pasamos la vida: proyectando y organizando (desde una excursión al monte hasta el futuro más brillante) para que luego llegue la vida y nos ponga todo patas arriba.

Lo cierto es que la mujer (la DORA, me refiero), no lo hace con mala intención. Detrás de cada uno de sus actos sólo está la voluntad de querer hacernos felices y de evitarnos (ella cree) sufrimiento. Porque detrás de un exceso de control se esconde muchas veces el miedo. El miedo a ser heridos, el miedo a fracasar, el miedo a la soledad. Ella intenta evitar que pasemos el trago, pero es peor el remedio que la enfermedad. Lo que tengamos que vivenciar, lo que nos toque transitar, vendrá, esté o no incluido en el blog de apuntesparaunavidaguay de nuestra DORA.

La vida no se puede controlar. La vida, sencillamente, sucede.

Un poco de controlaDORA siempre está bien para preservarnos y tener rumbo, pero en el momento en el que limita nuestra capacidad de adaptación, se enfada como una mona porque las cosas no han salido como quería o nos hace ir a trompicones por el camino que ella cree que es el mejor dando de lado a otras opciones que la vida nos está regalando sin que nos cueste esfuerzo, empieza a ser más prescindible que útil.

Cuando la controlaDORA se empecina, se nos carga el cuello, las mandíbulas se tensan y nos parecemos más a Fernando Alonso que a un cisne, y además de ser un incordio, puede darnos un dolor de cervicales y de cabeza que ni te cuento.

Vale. Tranquilos. Supongo que a estas alturas ya estaréis todos tocándoos la nuca a ver cómo está el tema. Bien, pues tengo que deciros, para vuestra tranquilidad, que existe un antídoto contra la controladora. Se llama confianza, pero mejor os lo cuento en otro post.

 

La culpa de todo la tiene la vecina del quinto

miedo_a_las_alturas_by_itsasoa

FOTO by itsasoa

 

 

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¿Quién tiene la culpa? Sin duda, el estado, que limita día tras día mis derechos y pisotea mi dignidad. La culpa la tienen los políticos de turno, que son todos unos chorizos, unos ladrones y unos farsantes. La culpa de todo la tiene este sistema implacable con los de abajo y generoso con los de arriba. Ellos tienen la culpa. Todos. Y también el abusón de clase, ese que me ponía la zancadilla en cada recreo. La culpa la tiene mamá, claro, que no me enseñó a ser libre. La culpa la tiene la vecina del quinto, que cuelga la ropa mojada para que gotee encima de mi tendedero.

La culpa, en definitiva, la tiene todo pichipata menos yo.

La tienes tú. Sí, tú que estás leyendo. Y Mariano Rajoy. El señor Bárcenas y mi panadera. Todos sois culpables, malditos, de que yo no sea feliz. Y punto.

(intensa inspiración)

Lo hago, sí, lo hago constantemente y os mentiría si os dijera que cuando no soy feliz, cuando, sencillamente, no me encuentro bien conmigo misma, culpo a todo el universo de que eso ocurra. Maldigo, blasfemo y echo bilis por la boca. Dejo que me lleven los mil demonios de paseo. Me enroco en el seránhijosdesumadre y destrozo mi hígado con rabia y rechinar de dientes.

Lo hago. Lo reconozco. No he sido imbuida por el espíritu de Buda.

Aunque he de reconoceros que sé, que en lo más hondo de mi corazón sé (a veces muy a mi pesar) que ellos no tienen la culpa y que la única responsable soy yo. Yo soy la única capaz de decidir si quiero o no quiero ser feliz. Y no hay más.

Esto me genera dos sensaciones encontradas. Por una parte la pena de no poder seguir culpando al universo de mis penurias. Es mucho más fácil culpar al otro, aunque esto tiene una contrapartida; uno nunca crece, se queda siempre en el berrinche del niño y no coge las riendas de su vida. La otra sensación, por el contrario, es la de sentir la libertad de poder incluso decidir si quiero ser feliz. Da miedo, os lo aseguro. Saberse libre para ser feliz da vértigo y aterra.

Y os voy a hacer una confidencia, así, hablando bajito para que nadie lo escuche: yo no sé si estoy preparada para ser feliz. Todavía, creo, no he decidido coger del todo ese camino.

No penséis que no hay convicción. La hay. Lo intento cada mañana, pero muchas sigo cayendo. Tropiezo y caigo. Culpo y me enojo.

Husmeando en las razones de esos tropiezos me he dado cuenta de que la razón última suelen ser mis propias limitaciones. Últimamente cada vez tengo más conciencia de ellas, de la cárcel que me he ido construyendo todos estos años con mucho mimo, decenas de prejuicios, un buen puñado de creencias y muchísimos miedos.

Es algo así como una cajita de cristal invisible al ojo humano pero que limita todos mis movimientos. Cada uno de los pasos y decisiones que tomo en la vida vienen determinados por esa amalgama de limitaciones que me componen.

Hasta ahora no era consciente de que estuvieran ahí, de que determinaran tanto cómo y hacia dónde ando, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte empiezan a ser visibles y a pesarme como una losa.

Son muchas las creencias y miedos. Y muy variopintas. Hay una buena ración de “no merezco”,  una gran parte de “no lo conseguiré”, algunas buenas dosis de “qué pensarán papá y mamá” y muchas anclas viejas, a las que ni siquiera sé ponerles nombre pero que siento tiran de mí para abajo y hacen de este viaje algo mucho más pesado de lo que debería ser. No voy a entrar en materia, ya tendremos tiempo y espacio en próximos encuentros, pero sí que quería compartir esa sensación que acabo de descubrir de sentirme atrapada en mí misma. Limitada por esos miedos y creencias. Por un personaje, que no soy yo.

Y sí, puede parecer  a priori que la culpa la tienen el estado, los políticos chorizos, el sistema, mamá o la vecina del quinto, aunque (llamadme loca), tengo la sensación de que la única responsable soy yo y lo que año tras año, y sin darme apenas cuenta, he ido interiorizando de los prejuicios, miedos y limitaciones del sistema, del estado, del capullo que me ponía la zancadilla cuando era pequeña y de la vecina del quinto.