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Dentro de mí vive una vieja. Y no lo digo sólo porque en ocasiones mis hábitos vitales se asemejen más a los de una mujer octogenaria que a los de una treintañera (que ocurre en no pocas ocasiones), sino porque en lo más profundo de mis entrañas, habita una vieja mujer.
No me atrevería a describirla físicamente, no la llego a ver del todo, lo que sí vislumbro con cierta claridad son sus ojos; cosidos de arrugas, profundos y sinceros, como un inmenso pozo de conocimiento adquirido durante muchos años (más de los que yo tengo), y un destello de vitalidad traviesa mezclado con un poso de inocencia, pero no infantil, sino madura, la que da el haber aprendido haciendo camino y soltando lastre.
Seguro que la habéis visto vosotros también, sentada al fresco en su silla de mimbre a la puerta de una casa cualquiera de pueblo cualquiera.
La vieja me observa. Sigue mis pasos como quien ve caminar a un bebé que acaba de empezar a andar, sabiendo a ciencia cierta que, tarde o temprano, volverá a darse de bruces contra el suelo.
.-“Te la vas a dar, te la vas a dar”- advierte- y me la doy. Zaz! En toda la cara.
La vieja me observa, y desde hace no mucho tiempo, también me habla.
No penséis que oigo una voz nítida en mi cabeza que parlotea incesantemente, no. Es más bien una sensación de saber lo que tengo que hacer. Como una señal en el camino. Una señal clara, concisa: “por ahí”.
Y es que la vieja no duda, sabe. A diferencia de la cabeza que se mueve siempre entre dos opciones, mi anciana no duda. Es pura certeza. Simplemente sabe el camino y me lo indica. Aunque no para todo, y no siempre. No es tan fácil como: eh, vieja! Cuál es el número de la lotería que va a salir premiado?
No. Sólo la escucho cuando soy capaz de acallar mi mente. Cuando ralentizo. Cuando echo el freno de mano y escucho dentro. Y, seamos sinceros, eso no lo hago todos los días. Pero cuando ocurre, desde abajo, desde un sitio indeterminado que está debajo de mi ombligo, surge su “voz”. Nace la sensación que guía.
Y en ese momento no penséis que suena música de fondo y una brisa susurrante de aire cálido acaricia mi mejilla. En ocasiones la vieja se parte el culo de mí. Casi oigo las carcajadas y un “pobre diabla, no aprende ni a leches”
Pero a la vez que su enorme carcajada siento la inmensa ternura que le despierto. Un amor incondicional y puro. Y no me enfado con ella. Bajo la cabeza y la escucho.
La vieja es sabia. Sabe de paciencia y de procesos. Sabe que no puedo pedirle peras al olmo, ni insistir para que las cosas pasen como, cuando y como yo quiero.
Por eso, cuando me pongo tozuda y pataleo como una niña enfurruñada con la vida, la siento a lo lejos, mirándome, con esa medio sonrisa mezcla de sabiduría y dulzura, esperando, paciente a que me vuelva a dar de bruces contra el suelo. No para decirme, “ya te lo dije”, sino “ya lo sabías”.
Cada día la escucho más y mejor.
Hay quien la llama intuición, yo la llamo la vieja.