Un grano en el ascensor

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A veces me sorprendo sacándome un grano aprovechando la estupenda luz blanca-nuclear del ascensor de casa. Subo los tres pisos con las bolsas de la compra entre las piernas, alguna manzana rodando por el suelo del elevador, agotada tras un día de “nopararniparamear” en el curro.

La vida no es como me la contaron. Y no hablo sólo de sacarse los granos en el ascensor, no. Hablo de la asumida rutina, de los días grises que a veces uno acumula en el calendario, de los momentos insípidos e insulsos que invaden las horas, los días, las semanas.

Pesan. Pesan muchas veces como losas y provocan que se repita en mi mente la misma pregunta; ¿esto es la vida? No es lo que me contaron, ni lo que me había imaginado.

Lo cierto es que una, que se creía especial porque se lo repitieron hasta la saciedad, pensaba que la suya iba a ser una vida diferente. Mágica.

Demasiadas películas con final feliz, demasiadas promesas de momentos irrepetibles, demasiados anuncios de sonrisas profident y camisas blanco inmaculado.

Y claro, pasan los años, y ese vuelco celestial que esperas, no llega.  Ni se le espera.

¿Dónde están las explosiones de colores? ¿Los encuentros casuales que ponen patas arriba el destino de una? ¿Cuándo van a empezar a sonar los violines de fondo mientras cabalgo en mi caballo blanco con el cabello al aire y la brisa susurrándome al oído?

Sí, me lo creí. Que le voy a hacer. Pensé que esto era más fácil y especial. Pensé que la vida era pura adrenalina y promesas cumplidas.

Pero no. Van pasando los años y no ocurre nada de eso. Y una sigue acumulando en su biografía momentos desechables por fascículos.

Hace unas semanas, meses quizá, que me he dado cuenta del embrollo. Tras pasar por la fase de “me-enfado-como-una-mona” he bajado los brazos (o estoy en ello) y he dejado de luchar con mi realidad.

Empezar a aceptar lo que a una le toca o lo que, consciente o inconscientemente, una ha elegido tiene muchas ventajas.

La primera, aunque puede parecer obvia, es que una empieza a vivir su vida. Sí. Coge el volante con ganas y fija la mirada en su horizonte. Deja de mirar a diestro y siniestro para ver cuál es la vida que no está viviendo y empieza a meterse de lleno en la suya.

Y, ¿qué pasa? Pues que empiezas a disfrutar más. Es lo que tiene estar aquí y ahora, y no allende los mares en un lugar prometido por una sociedad que anhela que nunca lleguemos a ser felices con lo que tenemos.

Yo ando ahora caminando por la vida. La mía.

Y lo precioso del instante es que estoy empezando a disfrutar y a disfrutarme.

Cuando uno acepta la vida que le ha tocado vivir también empieza a degustar los pequeños momentos. No las explosiones de colores ni los instantes con banda sonora incorporada, no. Sino los pequeños y perfectos instantes.

Hablo de un café al sol compartido con un buen amigo. De una caña robada al tiempo y regada con unas buenas carcajadas. Hablo de un libro devorado una tarde de domingo. Hablo de disfrutar incluso del viaje al tercero en ascensor; con las bolsas de la compra entre las piernas y una manzana rodando por el suelo. Hablo de disfrutar sacándose un grano aprovechando la estupenda luz del ascensor.

Hablo de convertir lo ordinario en extraordinario. De los pequeños instantes. De esos que, de verdad, cosen la vida.

Pan blanco

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El otro día fui a la panadería a comprar, como de costumbre, mi hogaza de pan de espelta.

.-Buenos días – dije risueña- un pan de espelta, por favor

.-No me queda (apuntó la dependienta)

.-Buenos, pues uno de centeno (le dije con la sonrisa más desdibujada)…

.- Tampoco hay

.- ¿Multicereal? (la sonrisa había volado)

.- Tienes pan blanco o chapata…

¿¿¿¿¿En serio???? Esta tía me está tomando el pelo.  Así que, con las mismas, cogí la puerta y me fui. Pan blanco, dice la tía…

Asumámoslo: nos cuesta cambiar de hábitos.

No hablo solo, evidentemente, de comprar pan blanco o de espelta, claro. Mi trágico suceso en la panadería es sólo un ejemplo de lo mucho que nos puede llegar a costar salir del camino marcado.

Nos cuesta asumir los cambios. Desde los más pequeños y, a priori, insignificantes, hasta los grandes cambios.  Somos animales de costumbres, y a veces salirnos de la cómoda inercia y del guion nos supone, no sólo una enorme resistencia, sino un cabreo monumental.  El cambio puede llevar  implícito un enorme desgaste físico y emocional (sobre todo si hablamos de un cambio con enjundia).

Moverse fuera de la zona de confort  supone quitar el modo automático y pensar, improvisar, coger las riendas y girar, cambiar de sentido.

Nos cuesta cambiar porque eso nos supone un desgaste, y un reto en muchos casos. Supone abrir nuestra caja de herramientas y buscar alguna llave, algún instrumento que nunca antes habíamos utilizado en la vida.

Nos cuesta, sí, pero es ahí precisamente, fuera de esa zona de confort, donde más aprendemos.

Hace unos meses que “sufrí” un cambio en el trabajo. Lo primero fue la negación: que no, que no, que no…que esto seguro que es reversible; tiene que haber algún modo de dar marcha atrás.

Es el modo enrocado. La resistencia que ponemos a los cambios suele ser consecuencia de nuestro miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a no saber hacer. Miedo a fracasar.

Es el primer paso: la resistencia.

A la resistencia suele sumarse el “por qué a mí”. Te invade una sensación de injusticia y crees que el universo entero está conspirando contra tu persona (como si el universo no tuviera otro pito que tocar).

Tras revolverme como una sanguijuela durante un tiempo (con el consiguiente desgaste físico y emocional) empecé a aceptar que el cambio había llegado para quedarse.

Aceptar implica dejar de luchar, asumir, bajar los brazos. Y cuando uno se relaja, las cosas cambian y fluyen. Lo que en principio era tortura empezó a ser una oportunidad.

En el camino del cambio he ido encontrando recursos que no sospechaba ni que tenía, nuevas maneras de hacer y, sobre todo, un horizonte con muchas más posibilidades.

Parece que nadie, excepto yo misma, estaba conjurando contra mí.

Estos días asisto perpleja y ojiplática a la resistencia al cambio de todo un sistema. Algo se ha movido. Algo, que todavía no tiene una forma del todo definida pero que ya anuncia una manera diferente de hacer las cosas en política. No hablo de unas siglas, ni de una opción, sino de una manera de construir. Era algo que se estaba cocinando a fuego lento, de manera latente, y que empieza a manifestarse.

Veo a muchos asidos con uñas y dientes a una estructura obsoleta que lleva tiempo resquebrajándose por mil grietas. Están  todavía en el modo enrocado: en el “no, no, no, seguro que esto es reversible”

Más les vale empezar a aceptar y subirse a la ola. Lo digo por experiencia. Lo otro, sólo les va a traer más desgaste y muchos disgusto.

Por cierto, ayer hice mi propio pan. A veces hay que mancharse de harina hasta las orejas y hacer lo que todavía no está hecho.